Sección patrocinada por sección patrocinada

Música

R.E.M., cómo traicionar todos tus principios

Una biografía de la banda pone de relieve las contradicciones de una banda genial que pasó de alternativa a dominante en una década y que cruzó todas sus propias líneas rojas

Michael Stipe, vocalista de R. E. M., en una actuación en Madrid en 2008
Michael Stipe, vocalista de R. E. M., en una actuación en Madrid en 2008Agencia EFE

El año 1983, la revista «Rolling Stone» encumbraba el álbum de debut de una desconocida y extraña banda de Georgia (Estados Unidos). R. E. M. publicaba «Murmur» en un sello independiente el mismo año que Michael Jackson lanzaba «Thriller»; U2, «War» y The Police, «Synchronicity», pero para la revista especializada los focos se dirigían hacia un cuarteto que parecía beber del post punk y de los Talking Heads y que, por alguna razón, se habían convertido en la estrella de las emisoras radiofónicas universitarias. Aquel disco tenía algunas de las cosas que convertirían al grupo en la banda sonora de centros comerciales y farmacias de todo el país, pero todavía no eran, como decía el propio título de su debut, más que un balbuceo de rock «arty» con estupendas melodías y una larga lista de negativas como declaración de intenciones. Esta es la historia del grupo que traicionó casi todos sus principios y que conquistó el mundo sin dar un solo escándalo.

Que nadie espere una trayectoria de sexo, drogas y rock and roll, sino más bien todo lo contrario. R. E. M. apuestan fuerte para ser la banda más aburrida (en términos de drama humano) de la historia del rock. Su tragedia (en todas las vidas la hay) tiene más que ver con las ideas sobre su arte que el grupo de Stipe defendía y que acabó incumpliendo casi sin excepción, pero que levante la mano quien nunca haya pisoteado un puñado de principios de anteayer. Así lo cuenta con abundancia de detalles (no pocos innecesarios y con bastantes licencias interpretativas) Peter Ames Carlin en «Este grupo se llama R. E. M.» (Contra), una biografía que tarda en discriminar los hechos que son verdaderamente relevantes, aunque en su descargo puede decirse que eso es algo a veces difícil de dirimir en la trayectoria del cuarteto de Athens. Ninguno de los miembros del grupo habló para el libro, pero Carlin localizó a un buen número de actores secundarios.

R. E. M. eran cualquier cosa menos un grupo al uso si entendemos el contexto de primeros de los 80. De un lado, teníamos a superestrellas como Prince o Michael Jackson (¡y Lionel Richie!) llevando la música negra al estrellato. Viejas glorias como Dylan o los Rolling Stones dando algunos tumbos, figuras del nuevo culto heavy (AC/DC, Ozzy, Van Halen) y, por supuesto, rock radiable y blando como REO Speedwagon, Survivor o Men At Work copando una lista de éxitos cada vez más inofensiva. Sin embargo, sí se emparentaban con la escena que surgía en el subsuelo, ligada a las radios universitarias, y que escribiría la historia durante una década, en torno al «hardcore» (Dead Kennedys, Black Flag...) y el «indie» (Sonic Youth, Pavement...), un caldo de cultivo en el que no militaron los de Athens pero con el que coincidían por principios. El debut del grupo, el citado «Murmur», apareció en I.R.S., un sello independiente, en un tiempo en que Michael Stipe y los suyos rechazaban tocar en estadios, telonear a bandas de gran presupuesto (desestimaron abrir para U2 por ambas razones), hacer «playback» ni siquiera en sus propios vídeos musicales, ni aceptar el dinero de las grandes corporaciones.

Pero incluso dentro de su contexto alternativo, no eran comunes. Una voz muy abajo, enterrada en guitarras, un toque lejano de country, un sonido algo desvencijado y «lo-fi», coros en primer plano y letras inescrutables les convertían en eso que todos los universitarios buscaban para diferenciarse del vulgo. Surgieron en un lugar insospechado (la sureña Georgia había alumbrado antes a The B-52’S y Pylon) y establecieron su centro de acción en una iglesia reconvertida a residencia de estudiantes donde se juntaban los más raritos del campus, esos que eran despreciados por los que vestían chaquetas de fraternidades con letras griegas en el pecho. Sus canciones estaban repletas de ganchos y melodía, de letras para cantar, aunque no las entendieran casi nadie. «El grupo no tenía nada de malo ni ofendía a nadie, y ahí estaba el problema. La escena de comienzos de los ochenta quería música que ofendiese. O que por lo menos resultase controvertida», escribe Carlin. Pero se convirtieron en los preferidos (estas radios construían su programación con peticiones del oyente) en una cultura de estudiantes que no solo estaba a punto de demostrarse rentable, sino que terminaría por engullir al pop. Y R.E.M. fueron decisivos para que lo alternativo se convirtiese en dominante, a pesar de que su filosofía primigenia era la de rechazar orgullosamente el éxito. Aunque el asunto ya haya perdido por completo su significado, a principios de los 90 algunos grupos se consideraron «vendidos» por llegar a acuerdos con grandes sellos, lo que suponía ceder el control de su música. En 1988, los de Stipe disolvieron su contrato con I.R.S. para firmar un acuerdo con Warner (el sello que ya había seducido a The Replacements, Hüsker Dü y Television, es decir, que no fueron los únicos) por 10 millones de dólares en un acto en el que se aseguraban el pleno control creativo pero que no les eximió del pecado capital de su subcultura: traicionarse. Hablamos, hay que recordarlo, de «indies» dogmáticos que consideraban que el mero hecho de grabar un disco ya era «venderse».

El megaestrellato

Sus canciones trascendieron la limitada área de cobertura de las radios universitarias de escasa potencia más allá de los campus. Como si una corriente de cien mil voltios se les aplicase, sus temas fueron más allá de los dormitorios compartidos y los turismos destartalados que los padres entregaban en sacrificio a sus hijos estudiantes. Se las podía escuchar con nitidez saliendo de ventanas de viviendas unifamiliares y relucientes vehículos ranchera de clase media. Su música tenía una anormalidad muy seductora a la que nunca renunciaron. Habían publicado un disco por año «Reckoning» (1984), «Fables of the Reconstruction» (1985), «Lifes Rich Pageant» (1986), «Document» (1987) antes de su debut en una multinacional: «Green» (1988), un trabajo que no renunciaba a la crítica política (con menciones al agente naranja que las tropas de EE UU lanzaron sobre Vietnam) ni a la lírica indescifrable. Durante ese tiempo, facturaron un buen número de canciones excelentes «It’s The End Of The World As We Know It», «The One I Love», «Perfect Circle», «Letter Never Sent»... y la fórmula estaba asentada para pasar al siguiente nivel. Dos álbumes fantásticos tuvieron la culpa del megaestrellato: «Out Of Time» (1991) y «Automatic for the People» (1992) llevaron a R. E. M. a la cultura de masas, eso sí, una década después del vaticinio de «Rolling Stone». Se presentaron en enormes estadios con todos los lujos privados.

Quizá por la mala conciencia de Stipe con el capital, el vocalista emprendió cruzadas a favor de la selva tropical, por la concienciación contra el sida, por la libertad del Tíbet, por Amnistía Internacional, contra las armas de fuego, por la movilización del voto, en fin, por todas las causas progresistas hasta la autoparodia: Stipe llegó a recoger un premio de la MTV desprendiéndose de una camiseta tras otra, con un eslogan diferente. Pero no es menos cierto que esta contradicción interna les volvió, en parte, más interesantes, como ya intuía Kurt Cobain de Nirvana (admirador confeso de R. E. M. y que también dejó una «indie» por una «multi»), porque su mensaje plantaba trampas en la psique colectiva: «Shiny Happy People», por poner un ejemplo, no es otra cosa que una aparente «letra tonta» que satiriza a la gente bienpensante en un momento en que Stipe y los suyos estaban más politizados que nunca. Un broma, por cierto, muy pegadiza. «Losing My Religion», «Everybody Hurts», «Man On The Moon», «Drive», eran excelentes canciones que les convirtieron en estrellas de historial perfecto. Vendieron 85 millones de discos y en 1996 firmaron otro contrato por 80 millones de dólares, el más grande de la historia hasta la fecha. Era «lo aceptable de lo inaceptable», según Peter Buck, guitarrista de la banda. Solo un año después, Bill Berry, el batería, sufría un aneurisma que le retiró de la carretera. R. E. M. languidecieron desde entonces y lo asumieron con deportividad, separándose amistosamente en 2011 como millonarios: «Estábamos escribiendo canciones para un mercado de radio que ya no existe, completamente fuera de sintonía con lo que está sucediendo», dijo, analítico, Stipe. Sin giras de despedida, sin amagos de regreso. Con elegancia.