Música

La increíble historia de Talking Heads: 80 millones de dólares y un traje cuadrado

La película «Stop Making Sense» vuelve a algunas salas para recordar el momento dorado de la banda estadounidense en directo, que ha rechazado 80 millones por volver a los escenarios

David Byrne, en el escenario de «Stop Making Sense»
David Byrne, en el escenario de «Stop Making Sense»Jordan Cronenweth. Courtesy of A24.

Quienes despreciaban a Talking Heads solían tener un argumento común. Eran esa clase de banda que parece salida de una academia de Bellas Artes, integrada por gente con pronunciación perfecta y que escribe con muchas subordinadas que tratan de hacerse los interesantes tocando instrumentos. Encima, dicho sea de paso y para mala noticia para sus detractores, los muy canallas derrochan talento y esa maldita panda de empollones blanquitos escribe temazos. Eso sí, sus detractores podían seguir argumentando que su música estaba más construida desde la cabeza y el discurso, desde el happening y el efectismo, que desde la rabia, el estómago y los pies. Quizá la versión discográfica de Talking Heads podía remotamente ajustarse a esa descripción, pero cualquier diatriba en contra quedaba destrozada después de comprobar en directo la pasta de la que estaba hecha la banda de David Byrne, Chris Frantz, Tina Weymouth y Jerry Harrison. En 1983, en quizá, el mejor momento de su historia, el director Jonathan Demme (que más tarde rodaría «El silencio de los corderos» y «Philadelphia») les propuso hacer una película de uno de sus conciertos tras quedar deslumbrado de lo que había presenciado. Aquella cinta, titulada «Stop Making Sense», ha sido remasterizada y regresa a unas pocas salas de cine cuatro décadas después, como el testimonio de uno de los más espectaculares grupos de música de todos los tiempos. Y también, por cierto, como su epitafio.

La lucha por el poder

En la película, decíamos, se desmienten algunos de los tópicos y se confirman los que son positivos. La banda se comporta temperamental, suda, emociona y hace bailar. También hacen lo que mejor saben: sus travesuras teatrales. Byrne aparece con un traje ligero que se agita con cada movimiento y unas deportivas blancas por debajo de los tobillos, delgados, y al aire. Parece un conserje a punto de pasar la escoba, con su pelo engominado y su cara de pánfilo. Coloca en el suelo un radiocassette y hace sonar una base pregrabada siendo consciente del patetismo escénico. Con su acústica, toca «Psycho killer» en un escenario que parece un local en reformas, a medio construir. En cada tema a continuación se van incorporando músicos y, sutilmente, detrás de ellos, se construye la escenografía como una especie de «work in progress» que termina con proyecciones en pantallas, lámparas de salón e iluminación expresionista. Pero no solo aparecerán los cuatro miembros de los Heads, sino una alineación de colaboradores reclutados, cinco músicos afroamericanos: el teclista Bernie Worrell (cofundador de P-Funk), las vocalistas Lynn Mabry (también de P-Funk) y Ednah Holt, el guitarrista Alex Weir y el percusionista Steve Scales. Cinco cañones que aportan el funk inesperado y que convirtió a la gira que retrató Demme en una auténtica audacia musical.

Como decía el propio Byrne en el Festival de Cine de Toronto, donde se presentó la película y donde los cuatro miembros de la banda se volvieron a reunir tras dos décadas: «Era lo que hacíamos cada noche. No cambiamos el guion para los días en los que nos vinieron a grabar. Simplemente era así». La bajista Tina Weymouth, por cierto, había torcido el gesto ante el diseño de Byrne de la gira porque le situaba a él en el centro, como la pieza en torno a la que giraba la música del grupo. En el fondo, ya contemplaba lo que había sucedido: Byrne era más grande que la propia banda y, en la lucha interna por el control artístico, ya había ganado. El cantante defendía en cambio que el espectáculo se trataba de cómo un hombre reprimido y bien peinado lograba liberarse con la música y el baile. Porque, efectivamente, el conserje del comienzo sufría una transformación a medida que los bailes descatalogados y el sudor hacen aparición en la escena, con varios puntos culminantes. El primero, la versión trascendental de “Take Me To The River” como un coro góspel imprevisible en un concierto de los Talking Heads. El otro, claro, la aparición de «el traje», aquella americana de enormes dimensiones, en forma de cuadrado digno de los trajes de concursante de «Humor amarillo». No estaba tan lejos: la idea de la diseñadora Gail Blacker partía del teatro Kabuki japonés. ¿El propósito? Presentar un hombre alienado, deshumanizado, superado por las circunstancias empezando por su ropa. Y como Byrne reconoció en Toronto: «Sí, también dar la nota».

En la década de los 80 se había producido un cambio sustancial. Todo aquel que hiciera canciones a esas alturas ya lo hacía con el peso de la historia detrás, con las décadas de perspectiva y tradición popular que se había construido a golpe de mitos y leyendas. El rock & roll había pasado de ser el lenguaje subversivo y peligroso a la corriente principal, el idioma de las emisoras comerciales. Se vuelve autoconsciente y llega el momento de enfrentarse a la música de una manera audaz. Ese fue el punto de partida del grupo que dio lo mejor de sí mismo en el plazo de seis años desde su debut en el minimalismo de «Talking Heads ‘77», que arrancó en el minimalismo y su despegue hacia órbitas extraplanetarias.

La película de Demme –fallecido en 2017– retrata, de hecho, la que terminó siendo su última gira, aunque el grupo no lo sabía entonces, hasta su disolución oficial en 1991. Al momento feliz de «Stop Making Sense» le siguió una amarga decadencia que incluyó tres álbumes de poco interés y una lucha por el nombre del grupo tras su disolución oficial. Solo volvieron a reunirse para ingresar en el Salón de la Fama del Rock & Roll. Para quienes no tuvieron la oportunidad de ver a esta banda audaz y extraordinaria, la ocasión es inmejorable. Ojalá hagan una excepción y permitan los bailes espontáneos en las localidades de su cine.