La nariz antisemita de Bradley Cooper que ha irritado a la cultura woke
El actor, como antes Scarlett Johansson, sufre la ira de los colectivos que defienden que los papeles de trans, de negros o de judíos solo pueden ser interpretados por ellos
Creada:
Última actualización:
Todavía no se ha estrenado la última película de Bradley Cooper pero ya hay polémica sobre la mesa. Con el tráiler ha sido suficiente. La caracterización del actor y director para interpretar al compositor de «West Side Story», Leonard Bernstein, parece no ser del agrado de un buen puñado de almas sensibles que, ante el tamaño de la prótesis de nariz de Cooper, se han apresurado a gritar, airados, «jewface». «Jewface» sería, en neolengua woke, el equivalente, a los judíos, de aquel «blackface» (la práctica de pintar de negro a un blanco para que interprete ese papel) en cine. O aquel oriental Mr. Yunjoshi de «Desayuno con diamantes», interpretado por un Mickey Rooney.
La imperante (e hiperbólica y sobreactuada) corrección política ya se cobraba esa actuación y, el año pasado, la cadena británica Channel 5 eliminaba todas las escenas en las que aparecía el personaje en su emisión. Lo consideraba «un acto de racismo que afecta a la sensibilidad de la comunidad asiática». Ahora no se ha necesitado ni tan siquiera esperar a un primer pase de la cinta y con el visionado de las imágenes del trailer, algunos colectivos y activistas han tenido suficiente: es intolerable. Da igual que se trate de una prótesis para asemejarse físicamente a Bernstein, como ya hizo Nicole Kidman en «Las horas», en el año 2002, para interpretar a Virginia Wolf. Esta denuncia de la injusticia de que un actor no judío interprete a un personaje judío se suma a las formuladas por David Baddiel, cómico y escritor. autor del libro «Jews don’t Count», un ensayo muy crítico con el supuesto desprecio de las políticas y movimientos identitarios frente al antisemitismo en comparación con otras formas de discriminación.
Baddiel señala las interpretaciones de Cillian Murphy en «Oppenheimer» y de Helen Mirren en «Golda» como claro síntoma de discriminación de una minoría, los judíos, en un momento en que la sociedad está especialmente sensibilizada con todas los movimientos identitarios y los grupos minoritarios que han sufrido discriminaciones a lo largo de la historia. «Justicia social», lo denominan. Y esa es la idea que ha calado y en nombre de la cual todo gesto puede ser aislado de su contexto, ignorados los motivos reales que lo provocan, e interpretado en clave de discriminación y ofensa calculada, premeditada y malintencionada.
El periodista y escritor Douglas Murray, en su ensayo «La masa enfurecida» ya señalaba que el propio término está pensado para invalidar inmediatamente la más mínima posibilidad de resistencia: si estás en contra de la justicia social lo que quieres, invariablemente, es injusticia social. «El atractivo de este nuevo conjunto de creencias salta a la vista», escribe. «No está muy claro por qué una generación que es incapaz de acumular capital debería sentir aprecio por el capitalismo. Tampoco es difícil ver por qué una generación convencida de que nunca tendrá una casa propia se siente atraída por una cosmovisión ideológica que promete acabar no solo con las desigualdades que le afectan, sino también con las que afectan al resto del planeta. La interpretación del mundo a través de la lente de la justicia social, la política identitaria grupal y la interseccionalidad es, quizá, el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría».
Algo parecido ocurría en 2020 con otro movimiento identitario, los trans. La actriz Halle Berry, en 2020, tras las críticas exacerbadas de colectivos y activistas, renunciaba a interpretar el papel de un personaje trans en un nuevo proyecto audiovisual que había aceptado. Exactamente igual que Escarlette Johanson dos años antes, cuando renunció a interpretar el papel de Dante Tex Gill en «Rub & Tug», también por las críticas recibidas. Así, solo actores trans tendrían la autoridad moral de interpretar a personajes trans, y solo judíos a personajes judíos. Podemos estar más o menos de acuerdo, hasta aquí, pero el debate estaría sobre la mesa. ¿Es imprescindible pertenecer al colectivo concreto del personaje interpretado? ¿No es, precisamente, el trabajo de un actor interpretar un papel, por muy alejado que este esté de sí mismo? Lo complicado viene cuando los mismos que defienden lo imprescindible de que los actores cisgénero no acepten interpretar papeles de transexuales (o que actores no judíos lo hagan con personajes judíos) son los que defienden con la misma vehemencia que actores negros sean los que interpreten a personajes blancos (Halle Bailey en «La sirenita» o «Rachel Zegler» en Blancanieves), apelando a su capacidad interpretativa y a merecerlo más que nadie. Qué desconcierto. ¿En qué quedamos? ¿Rigor para ceñirnos a los rasgos primigenios del personaje por encima de todo o al talento para interpretarlo? La respuesta es clara: pertenencia a una minoría identitaria y ya se retorcerá el argumento lo necesario para defender esa postura, aunque implique cabalgar contradicciones.
La política identitaria se ha convertido, lo apunta Murray, «en el terreno donde la justicia social encuentra a sus valedores, ya que atomiza a la sociedad en distintos grupos de interés en función del sexo (o el género), la raza, la orientación sexual y demás. Parte de la premisa de que estas características son los principales (acaso los únicos) atributos que posee un individuo y que llevan aparejado algún tipo de valor añadido». Los colectivos identitarios apelan a la exclusión y la discriminación sufridas para defender una postura actual que discriminaría y excluiría a otros. «Lo que todas estas luchas tienen en común», dice al respecto el autor en su ensayo, «es que empezaron como campañas legítimas en defensa de los derechos humanos. Por eso han llegado tan lejos. En un momento dado, sin embargo, todas descarrilaron. No satisfechos con ser iguales, sus partidarios decidieron arrogarse una posición insostenible como “mejores”. Algunos afirman que su objetivo consiste sencillamente en ocupar un posición “mejor” durante cierto tiempo para compensar un desequilibrio histórico».
Y, en nombre de esos privilegios aspiraciones, revanchismo disfrazado de equidad, se etiqueta a cualquiera que ose discrepar de intolerante, de homófobo, tránsfobo, misógino, racista… o antisemita (por una nariz de coña demasiado grande en la cara de un actor). Es el poder de la moralidad. Y lo perverso de esta, nos lo contaba el psiquiatra Pablo Malo, autor del libro “«os peligros de la moralidad», en estas mismas páginas no hace tanto, es que, en su nombre, se pueden cometer barbaridades con la conciencia tranquila por estar haciendo lo correcto. «Tenemos una necesidad de ser buenos y de señalarlo», nos explicaba, «de mostrárselo a los demás. Y en las redes sociales lo podemos lograr. Y gratis. Sube nuestro estatus moral. Las consecuencias: personas normales alentando y participando en acosos, linchamientos, cancelaciones… Cuando moralizas los temas, de alguna manera los cierras, y ya no se acepta disidencia ni matiz. Es imposible la defensa. Una vez se ha establecido que hay buenos y malos, no hay espacio para el dato, para el argumento. No hay debate posible. Eso impide el diálogo. Es blanco y negro, malos y buenos. Y nadie quiere ser el malo».