"Oppenheimer": así es la última, soberbia y magistral detonación de Christopher Nolan
El director de "Interstellar" firma una obra colosal y narrativamente profundísima que observa con autocrítica el papel fagocitador de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y establece disyuntivas morales complejas sobre la figura del "Prometeo americano"
Creada:
Última actualización:
Hay en el azul traslúcido de los ojos hambrientos, expresivos y perforadores de Cillian Murphy, transformados ahora en la mirada del físico teórico Robert Oppenheimer, una turbación que le provoca insomnio, que le mantiene alterado, que le persigue con fogonazos inoportunos. Un algoritmo onírico de pensamientos matemáticos expandidos que altera su sueño, una biblioteca cósmica de diminutas partículas e imágenes hermosísimas y amenazantes que se abren paso en mitad de la noche para representar los procesos mentales de alguien que estuvo al frente del cambio de paradigma de la física newtoniana a la mecánica cuántica y que fue capaz de percibir, en un alarde casi profético, la extraordinaria vibración de energía que se esconde en el interior de todo, pero también de experimentar conceptualmente con la posibilidad científica de liberarlo.
Fue el alcance de las consecuencias que esa liberación conllevaría, lo que le convirtió no solo en el padre de la bomba atómica, en el Prometeo americano, sino en una suerte de héroe nacional vanagloriado y rápidamente ensalzado al que tardaron muy poco en defenestrar y arrinconar en las esquinas olvidadas de la Historia. Con un parapeto presupuestario de 180 millones de dólares, una filmación que combina la utilización de cámaras IMAX de 65 mm con cámaras Panavision también de 65 mm, -traducido en la advertencia de producir un drama humano de dimensiones históricas con las cámaras más grandes del mundo-, la premisa de no rodar la detonación de la bomba sirviéndose de imágenes generadas por un ordenador y un dilatado metraje que alcanza las tres horas de duración, estaba claro que el último, ambicioso y magistral trabajo de Cristopher Nolan en colaboración con Universal tras su divorcio con Warner, debía estar arropado narrativamente por un relato que estuviera a la altura de las dimensiones técnicas de su producción. Una historia más grande que el propio contexto, que la propia circunstancia, que la propia existencia.
Y esa historia, el obsesivo escultor audiovisual del tiempo y el espacio, la ha vuelto a encontrar en los libros, concretamente en el ganador del Premio Pulitzer “Prometeo americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer”, escrito por Kai Bird y el fallecido Martin J. Sherwin, quienes después de treinta años de entrevistas a familiares y amigos del físico nuclear, recopilaciones ingentes de documentos, búsqueda en archivos del FBI y análisis de las cintas con discursos e interrogatorios llevados a cabo durante el juicio posterior al que fue sometido, configuraron una minuciosa biografía sobre una de las figuras más icónicas y complejas del siglo XX para quien la miel del triunfo y la sombra espigada de la tragedia terminaron uniéndose en una suerte de logaritmo neperiano de la desmemoria.
Lo cierto, sin embargo, es que nadie piensa en la precisión referencial del libro cuando se encuentra atornillado a la butaca contemplando boquiabierto la incesante transición de espectáculo y pirotecnia discursiva que Nolan ha conseguido con “Oppenheimer”. El director londinense resignifica aquí el alcance de las salas de cine, su más primigenio y emocionante sentido, al cabo, firmando una película mastodóntica, soberbia, técnicamente epatante y narrativamente profundísima que observa con autocrítica y sin aparente complejo el papel fagocitador y megalómano de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y establece disyuntivas morales complejas sobre la figura de un hombre comprometido con sus ideas que "sólo" se dedicaba a calcular cuándo y cómo morían las estrellas hasta que acabó gestando y propiciando la existencia de un arma aniquiladora que las apagaría todas.
Nolan parcela la historia en dos bloques visuales diferenciados en los que, por un lado, el uso del color sirve para mostrar escenas o reflexiones de índole más subjetiva, tamizadas por la interpretación del propio físico y por otro, la utilización del blanco y negro, que refleja aquellos hechos relacionados con lo estrictamente objetivo según Lewis Strauss (a quien interpreta un fantástico Robert Downey, Jr.), uno de los miembros fundadores de la Comisión de la Energía Atómica en el 47 que desempeñó un papel clave configurando la política nuclear norteamericana, mantuvo una tensa relación con Oppenheimer y queda dibujado aquí como el político villano, conservador y anticomunista dogmático que fue: uno de esos hombres “hechos a sí mismos” que tanto excitan al reverso panfletario del mercado neoliberal.
Sirviéndose de un ritmo endemoniado e inmersivo -tan característico del director de “Tenet”- al que conviene agarrarse para no perderse ni una coma de los diálogos y la profusión informativa de la cronología de los hechos, la cinta traza el viaje moral experimentado por Oppenheimer. Desde sus comienzos como estudiante en Alemania y la incipiente manifestación de esos tics particulares, aislados, contradictoriamente oscuros propios de mentes privilegiadas como la suya (ojo esa manzana preñada de toxina), hasta su paso por Berkeley y también su implicación directa en el conocido como Proyecto Manhattan, dirigido por el distinguido general oficial del Cuerpo de Ingenieros, Leslie Groves (Matt Damon), que acababa de supervisar la construcción del Pentágono cuando se puso al frente de este plan de investigación y desarrollo destinado a la creación de las primeras armas nucleares y para el que movilizaron a la élite mundial de científicos del momento, que es en realidad la base central sobre la que orbita el relato, asistimos a la maduración de un héroe.
Pero también a la construcción personal de un hombre paradójico cuya fluctuación en el terreno sentimental solo se entiende a través de dos relaciones claves protagonizadas por dos mujeres interesantes en las que el cineasta tampoco invierte por desgracia demasiado tiempo: la intelectual y sensual psiquiatra Jean Tatlock (Florence Pugh), presentada como un espíritu libre tendente a sufrir brotes de melancolía que estudió en Stanford, introdujo al físico en los ambientes izquierdistas y mantuvo con él un intenso aunque tortuoso romance y Katherine Oppenheimer (Puening de soltera), interpretada con mucha solvencia por Emily Blunt, que era bióloga, botánica y se había casado tres veces antes de conocer a Oppenheimer en una fiesta al aire libre en San Francisco. A pesar de que contrajeron matrimonio y tuvieron dos hijos, durante los años de Los Álamos (lugar escogido como centro de operaciones del Proyecto Manhattan), tuvo que lidiar con la insatisfacción provocada por la maternidad, la soledad y el alcoholismo. Qué revelador resulta ese momento en el que es interrogada durante el juicio y pese al deterioro progresivo de su relación, defiende la integridad ideológica de su marido departiendo ágilmente sobre comunismo y evidenciando la poca inteligencia de los presentes.
Así como el juicio posterior al que fue sometido de manera inquisitorial por parte de un gobierno, el de Truman ("la gente no se acordará de quién creó la bomba atómica, pero no olvidarán al presidente que la lanzó", le espeta a Murphy un reconocible Gary Oldman encargado de dar vida al presidente), al que las vinculaciones comunistas pasadas de Oppenheimer y sus proclamas en contra de la carrera armamentística iniciada tras la aniquilación perpetrada en Hiroshima y Nagasaki le estomagaban en exceso, y en el que vemos a un Cillian Murphy colosal confirmándose como uno de los actores más acentuados de nuestro tiempo, físicamente absorbido por el peso del tormento generado tras dirigir un proyecto que inicialmente pretendía acabar con los nazis y evitar que semejante artefacto cayera en sus manos pero terminó siendo utilizado para aligerar el fin del enconamiento bélico con Japón y exterminando a 220.000 personas inocentes.
“Oppenheimer” es también una apuesta marcadamente política, quizás la más ideológica del director hasta la fecha, no solo por el tratamiento que presenta del fascismo y su asfixiante avance europeo, sino por la reivindicación explícita que muestra sobre el sentido histórico del comunismo en una época de persecución, señalamiento y caza sistemática de la izquierda, enclavada dentro del avasallamiento McCarthista. La forma que tiene Nolan de canalizar todo ese convulso periodo es a través de la ideología entendida como condicionamiento, como mancha, como lastre, como muro levantado frente a unas puertas que conducían al manejo de las costuras del mundo y que una vez estuvieron abiertas para el físico hasta que se convirtieron en un problema.
Sin haber estado afiliado de manera directa al Partido Comunista, Oppenheimer mantiene numerosas vinculaciones con el mismo en forma de apoyo a sus compatriotas judíos durante la ocupación nazi o suministrando protección económica a miembros del Partido Republicano en el transcurso de la guerra civil española: datos definitorios que terminan siendo la baza argumental utilizada por los tentáculos del Estado para acelerar su ostracismo y propiciar su olvido inminente.
Cuando vemos a los científicos atrincherados y ataviados con sus correspondientes gafas de protección a varios quilómetros de la explosión que está a punto de producirse como consecuencia de la icónica prueba "Trinity", esa detonación que se realizó para comprobar empíricamente que lo desarrollado hasta ese momento en el Proyecto Manhattan había funcionado, se establece una cuenta atrás que mentalmente vas pautando y repitiendo religiosamente en tu cabeza hasta que todo revienta. Es entonces cuando el fuego nuclear generado y la nube de hongo sombreada en el cielo evocan la amenaza, el asombro y también la devastadora belleza de una inundación de luz cegadora que nos deja sordos (qué bien funciona el silencio ambiental y la expansión de la cámara lenta mientras vuela todo por aires) e incluso mudos. La destrucción no necesita sonido que la presente, concepto que la envuelva, ni marco teórico que la defina, solo imagen que la muestre, nos dice Nolan.
Y así, convenientemente acunada por un tono tenebroso y wagneriano, la cinta, tal y como señalaba Nolan en una reciente entrevista "está plagada de paradojas y dilemas éticos. En diferentes momentos, tratamos de meternos en la psique de Oppenheimer y de embarcar al espectador en su viaje emocional. Ese fue el desafío de la película: contar la historia de una persona que estaba involucrada en lo que acabó siendo una secuencia de eventos destructiva extraordinaria, pero llevada a cabo por las razones correctas, y contarla desde su punto de vista". Es en ese alejamiento consciente del conformismo que supondría para el cineasta dar respuestas a preguntas que tal vez nunca lleguen a tenerlas y en esa profundización psicológica en la toma de decisiones de un hombre engullido por la maquinaria de los poderes estatales y portador de una inteligencia privilegiada que acabó regalando el fuego a hombres que en vez de utilizarlo para calentarse, decidieron emplearlo para incendiarnos, donde Nolan encuentra la temperatura perfecta para conseguir hornear una obra maestra.