"Las ocho montañas": las nuevas cimas de la masculinidad
Charlotte Vandermeersch y Felix van Groeningen, responsables de "Alabama Monroe", regresan con una fábula épica y sentimental sobre la amistad
Valladolid Creada:
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Ahora, cuando más barato se venden palabras como épico o inconmensurable, una película, «Las ocho montañas», solo se puede explicar desde la grandilocuencia. Y es curioso, porque la historia fraternal que cuentan Felix Van Groeningen y Charlotte Vandersmeersch (responsables de la igualmente brillante «Alabama Monroe») no puede estar más lejos de lo epatante por tamaño. Todo lo contrario, puesto que su filme, mastodóntico en metraje, es un estudio (quizá uno de los mejores que se hayan hecho nunca) sobre la amistad en la cancha de lo masculino, de lo canónicamente asociado a los hombres y su rudeza. Más allá de lo homoerótico, a lo que no se oponen sino que complementan; más allá de lo revisionista; a lo que no temen, pero tampoco quieren discutir el "zeitgeist"; más allá de lo político, sin perder de vista las dinámicas de clase, sexo y hasta lengua.
Basándose en una novela de autoficción de Paolo Cognetti, que viajó por las altitudes más distantes del planeta antes de volverse un ermitaño en los Alpes, los directores neerlandeses consiguen aquí encerrar lo universal en lo particular. El filme, majestuoso, se construye desde el misterio del amor fraternal y la tarea, casi divina, de matar al padre. O, al menos, de enterrarlo. Y es que el nuevo trabajo de los directores de «Belgica» (2016), con Luca Marinelli y Alessandro Borghi como protagonistas tiene la fuerza necesaria para barrer, para abofetear incluso al espectador y pasarle por encima. Tras competir en el pasado Festival de Cannes, Vandersmeerch pasó por la última Seminci de Valladolid, donde atendió a LA RAZÓN sobre una de las mejores y más sensibles películas del año.
-Ha pasado mucho tiempo desde su última colaboración junto a Felix (van Groeningen). ¿Por qué tanto?
-Hicimos "Belgica", en 2016, pero claro, no tenía la ambición ni la dimensión de este proyecto. Principalmente porque llegó a nosotros, no fue algo tan estrictamente buscado como los otros proyectos. La compañía que tenía los derechos se acercó a nosotros, y le preguntó a Felix si quería hacer la adaptación. Leyó la novela y le apasionó, le obsesionó casi. La única condición que puso era no hacerla en inglés, quería hacer una película estrictamente italiana. O todo lo italiana que se pudiese. Él lo peleó bastante, hasta que aceptaron. Y fue ahí cuando yo me subí al proyecto como co-guionista, justo cuando llegó la pandemia. Fue muy intenso llegar hasta el primer borrador, pero fue muy bonito, porque cuando lo terminamos es cuando él me ofreció co-dirigir también. Yo no perseguí nunca esa ambición, más allá de alguna cosa en el teatro. Tenía sentido, así que nos atrevimos.
-Es curioso que el cine, siendo una de las artes más colaborativas, esté acostumbrado a lo totémico. El director. El guionista. ¿Cómo se encuentra ese tono, esa historia que se quiere contar, a cuatro manos?
-Creo que, desde el principio, ambos entendimos qué podíamos aportar a la película. Felix, claro, tiene más de veinte años de experiencia como director de foto, como montador, así que plantearle ideas no es fácil. La clave era ser abiertos el uno con el otro, contarnos todo y entender qué queríamos. Eso va desde el ritmo de los diálogos hasta los tipos de acento italiano que queríamos emplear. Mi parte fuerte, y mi mayor aportación en rodaje, yo creo, fue el trabajo con los actores. Su dirección. Pero es complicado, porque muchas veces la gente no entiende que ser director tiene una parte artística, preciosa, pero también una parte técnica, más relacionada con la gestión de recursos que otra cosa.
-Puede ser una pregunta estúpida, pero quería preguntarle por la gestión de la química entre sus protagonistas. ¿Cómo se consigue? ¿Qué se hace para que esos dos hombres se permitan sentirse vulnerables en la pantalla?
-Creo que lo más complicado a la hora de materializar esta película fue el cásting. Y es que, de hecho, ambos actores se presentaron para el rol opuesto al que interpretan en la película. Los dos se sentían atraídos más por el personaje del otro, pero nosotros sentíamos que eso ayudaría a la película. Luca (Marinelli), nuestro Pietro, fue muy insistente. Nos dijo que iba a dejar de estar disponible para cualquier otra película, porque le interesaba muchísimo esta en concreto. Solo quería participar. Es una persona muy radical. Alessandro (Borghi), aquí Bruno, es mucho más reflexivo. De hecho, es actor, pero se dedica a mil cosas más en su día a día. Pero es muy tenaz. Y así, tras cinco meses, nos dimos cuenta de que ambos habían hecho juntos "No seas malo", en 2015, una especie de película maldita del cine italiano que nos encantó. Esa química nos llevó a elegir a ambos, porque tenía muchísimo sentido. Luego vinieron los ensayos, conocer a Cognetti y a sus gentes, en quién se basó realmente para el libro. Todo ello fue construyendo el tono, la comunicación y, sobre todo, la incomunicación.
-La película lee de manera extraordinaria el "zeitgeist" respecto a la masculinidad, pero a la vez se siente atemporal. El hombre de ciencia y el hombre de fe, el hombre antiguo y el hombre nuevo. ¿Cómo se consigue eso? ¿Cómo se consigue extraer una veta nueva de uno de los grandes temas universales de la humanidad?
-Creo que pasa por lo cerca que está el personaje de Pietro, por ejemplo, de Cognetti. Es alguien vivo, por lo cual el retrato quedará siempre mucho más orgánico. Y es algo común, yo creo, a todos los grandes autores, esa capacidad de jugar con el tiempo a su antojo. Son gente muy sensible, capaz de observar su tiempo y ponerlo en perspectiva. Paolo sigue viviendo en las montañas, apartado del mundo. Y es una persona que ha aprendido a disfrutar de su soledad, a entenderla y a entrar en contacto consigo mismo y con lo que quería contar. Y es tremendo, porque luego con una situación como la del COVID todos nos vimos abocados a ello. Por eso creo que la película ha sido capaz de resonar tan bien con los espectadores, porque ahora todos somos conscientes de cómo afecta o puede afectar ese tipo de aislamiento. Para lo bueno y para lo malo.
-En español, y en muchas otras lenguas, usamos la expresión "matar al padre" como algo simbólico. ¿Estaría usted de acuerdo si decimos que "Las ocho montañas" es una película sobre enterrar al padre, dejarle ir de manera definitiva?
-Totalmente. Tiene mucho que ver con la comprensión de nuestros orígenes, con saber de dónde venimos y quiénes eran realmente nuestros padres. ¿Hay un destino? ¿Hay un camino predeterminado o podemos salirnos de la sombra de nuestros propios padres? ¿Se puede cambiar? Pero claro, todo ello en contraposición a la belleza de encontrarse, de reconocerse uno mismo en sus padres. Hay poder de cambio, pero también una presión suprema. Ambos, por así decirlo, son capaces de matar a su padre. Pero no están dispuestos a enterrarlo al mismo tiempo, o al mismo nivel. Hay una especie de circularidad en apreciar, desde dentro y desde fuera, a nuestros padres. Con sus aciertos y sus errores, y eso es humanamente precioso. De eso está hecha la película.