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De Hernán Cortés a la Transición: ¿Por qué España es un fracaso para la izquierda?

Existe un discurso político que se ha unido a la «Leyenda negra» y trata de quitar valor a nuestro pasado y reducirlo a una acción nociva
'Hernán, el hombre', serie protagonizada por Óscar Jaenada sobre el conquistador Hernán Cortés
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Somos españoles. Imaginemos, pues. Vamos a imaginar que existe un programa en la televisión pública titulado «El mejor de la Historia» (de España). El asunto consiste en que el público vote una lista (casi paritaria, vaya) en la que hay personajes históricos de todo tipo, como monarcas, militares, escritores y gente variopinta. Sí, ya sé que es ridículo, pero no voy por ahí. Imagine –venga, un esfuercito más– que hay una especie de comité de sabios al que preguntan su opinión sobre Hernán Cortes. La que contesta es una periodista muy famosa que presentó un programa titulado «Gran Hermano» que tuvo mucho éxito, la verdad, pero no es una autoridad intelectual. Su respuesta es: «Uy, muy malo, un genocida». Esta contestación no se fundamenta en su desconocimiento del conquistador extremeño, que también, sino en la mentalidad del fracaso español y de la vergüenza por el pasado.
¿Y si le dijeran que ese fracaso es un mito, una construcción cultural con una intencionalidad política tan exitosa y antigua que al nacer casi la llevamos de serie? Lo cuenta Rafael Nuñez Florencio, que asegura que a los españoles nos gusta flagelarnos, practicar el sadomaso mental de considerar a España un país que todo lo ha hecho mal (menos lo realizado por «los nuestros»). Y lo cuenta de forma convincente en «El mito del fracaso español. Una historia del derrotismo en la España actual» (La Esfera de los Libros, 2024).
El autor es un conocido historiador que ha dedicado muchos esfuerzos a entender la mentalidad española. En 2010 publicó un ensayo titulado «El peso del pesimismo: del 98 al desencanto» (Marcial Pons), en el que hablaba, tomen nota y piensen en los analistas actuales, de los intelectuales que convirtieron la denuncia y la crítica de España en su identidad y forma de vida. Ese «peso del pesimismo» supuso una manera negativa de juzgar el pasado español, de valorar el presente y de desconfiar del futuro. Este nuevo libro es una vuelta de tuerca que aprieta más la conclusión anterior. La tesis principal es que la consideración negativa y amargada acerca de nuestro país persiste a pesar del cambio histórico que ha supuesto la construcción de una democracia liberal desde 1975. La Transición y la Constitución de 1978 lo tuvieron todo para romper la tradición, ese maleficio que nos persigue, pero no ha sido así. Para demostrar esto el autor se adentra en el periodo comprendido entre la década de 1980, con la euforia de la victoria aplastante del Partido Socialista Obrero Español, y el día de hoy. Subsidiarias de esta tesis, Núñez Florencio aborda otras dos cuestiones no menos interesantes: por qué subsiste el mito del fracaso y qué función tiene.
Contracultura 25 de febrero
Contracultura 25 de febreroJae Tanaka
Más que de mito, estaríamos hablando de vicio, de esa fea costumbre de ensalzar algo del pasado y después despreciarlo, o de idealizar algún acontecimiento, persona o gobierno, y después, contrastado con la realidad, destrozarlo sin piedad. O usar el pasado para hacer política. Vamos de un extremo al otro en un movimiento pendular, dice Núñez Florencio. El inicio del problema, por tanto, está en la exaltación inicial, que tiene su respuesta en el desmontaje subsiguiente, y, luego, en la politización. Vamos, en cómo inflamos y pinchamos las cosas. Esa imagen negativa la proporcionan ensayistas, historiadores y periodistas que transitan el pasado y el presente desde el pensamiento mágico al apocalíptico.
El autor prueba su tesis del fracaso con el felipismo como ocasión perdida, la Transición, el Imperio, la idea de las dos Españas, y, entre otras, la idea de la España vaciada. Vamos con unos ejemplos. Los fastos de 1992 –la Expo de Sevilla, Olimpiadas en Barcelona, etc–, han servido para crear un relato de momento excepcional, pero desde el pensamiento mágico. Núñez Florencio pone el caso de Jordi Canal, historiador, que en su obra «25 de julio de 1992: La vuelta de España al mundo» (2021) –como si España no estuviera antes en el mundo, dice Núñez Florencio– exalta ese año como el momento de «iluminación» que dejaba atrás la «oscuridad» del franquismo.
Sí, es cierto, Canal tiene razón, fue un gran año, dice el autor, esa es la realidad, pero no toda la realidad. De hecho, cuenta el autor, en ese año 1992 se siguió viviendo una crisis económica, hubo corrupción expansiva y desempleo general y, cómo no, se dio un empujón al nacionalismo catalán. No solo eso: 1992 está inmerso en los años de la durísima crítica al felipismo, término peyorativo para denominar la decepción, las tramas delincuenciales –el GAL, por ejemplo– y la autocracia del líder del PSOE. La conclusión es que unos hablaron de «iluminación», y otros de fracaso a la hora de construir una sociedad moderna y democrática. Se vive, sin matices, entre el mito del éxito y del fracaso.
La Transición se convirtió en otro mito a pesar de que fue, como indica Nuñez Florencio, una improvisación diaria con inteligencia. Javier Tusell ya lo señaló: era preferible elogiar la Transición sin exaltarla. Porque al vicio de mitificar, le sigue el de destruir. El mito de la Transición conciliadora murió cuando en 1996, ante el ascenso del Partido Popular de José María Aznar la izquierda sacó el fantasma de Franco y comenzó el memorialismo para deslegitimar a la derecha y vincular la democracia solo con la izquierda.
La Transición quedó como un fraude al pueblo, con un baño de sangre oculto para beneficio de los franquistas. Núñez Florencio señala a algunos periodistas que han publicado libros hablando del «terrorismo de Estado» en esos años, y a Sophie Baby, historiadora francesa condescendiente con los españoles, que descalifica la Transición por la violencia generada por los que no querían la democracia, lo que es un contrasentido. También señala a Muñoz Molina, que publicó en «El País» un artículo calificando a España de «Francoland», y diciendo que la democracia no había eliminado los pertinaces estereotipos. El propósito es transmitir otro fracaso colectivo porque no se «sanó» el país. Quizá por eso la actual Ley de Memoria Democrática (2022) alarga el franquismo hasta 1983.
¿Y qué decir ahora del «Imperio genocida»? Es una muestra de la costumbre de convertir el pasado «en fardo o lastre», comenta el propio Nuñez Florencio. Esa descalificación se construye con presentismos, usando conceptos de hoy y con el ánimo de hacer política. Esta idea ha alineado a la izquierda española con los indigenistas y populistas «caudillos latinoamericanos». No hace falta nombrar, ¿verdad? La interpretación del fracaso, con su genocidio incluido, reduce el papel de España a una vasta acción criminal. Por cierto, como indica el autor, no se puede usar el concepto de genocidio porque no hubo un plan premeditado y orquestado de liquidación racial.
A pesar de todo esto, la mentalidad del fracaso se ha extendido en nuestro país, al punto de que se acusa inmediatamente de «nacionalista español» al que señale algo del buen legado que hemos dejado en América. La parte del libro dedicada al debate sobre la Leyenda Negra y a la supuesta necesidad de pedir perdón es, en este sentido, particularmente brillante. Núñez Florencio analiza también otros temas interesantes que dan para mucho, como, por ejemplo, la denostación del «régimen del 78» usando las libertades que proporciona, el paso del Estado de Bienestar al «Estado de malestar» o el fracaso por la «España vaciada». El libro concluye con una apelación a la regeneración entendida como crítica asertiva para acabar con el mito del fracaso por ser a la vez paralizante y estéril.
El autor termina farruco el ensayo, como debe, y afirma que a los que dicen que viven peor que sus padres, como Ana Iris Simón, los mandaría «por una temporada» a vivir a la «España de hace cincuenta años», y no digo a la de «hace un siglo porque entonces sería de traca», para que dejaran de quejarse, y enterrar de una vez por todas la «estúpida noción de fracaso».