Crítica de libros

Realidad y literatura

La Razón
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Quiero prescindir ahora por completo tanto de la para muchos conocida significación biográfica que para mí tiene Eduardo Mendoza como de los vínculos de toda clase, incluso los editoriales que nos han unido desde los años setenta y aún antes de ellos, porque en los sesenta ya en la Facultad de Derecho nos dábamos a leer textos mutuamente, por más que el único que recuerdo suyo parece haberse perdido y uno al menos de los que leyó mío, se publicó por entonces. No es, por lo tanto, un recreo autobiográfico, memorístico o profesional lo que vengo a hacer aquí, tal vez sí vendría al caso, pero no creo que sea éste el momento de evocar tantas vivencias profesionales, personales, literarias, algunas de naturaleza extraordinariamente privada y significativa para cada uno de nosotros. Hay otro punto que me importa destacar: sin haber hecho un cómputo que sería fácil de hacer, creo que es la primera ocasión en que el Premio Cervantes recae no, por cierto, en un autor nacido en Barcelona sino en un autor que pertenece a mi propia generación. Como ocurre siempre cuando un premio trayectoria alcanza la generación de uno, la tentación es creer que por fin ha llegado el momento del esplendor o traca final, hecho que sin embargo es desmentido por cosas tales co-mo, sin alejarnos de Barcelona, las tres últimas obras narrativas de Juan Marsé.

Cuando –y es muy sabido y ha sido contado por él muchas veces– me dio a leer Eduardo Mendoza lo que en 1975 se publicaba como su primera novela y con el título «La verdad sobre el caso Savolta», cuyo mérito no debe atribuirsenos ni a él, ni a mí sino a la supresión del título primitivo, solo recientemente rescatado de modo conmemorativo, una cosa advertí inmediatamente en aquellas páginas de las cuales fui por entonces, creo, el único lector en la editorial y al parecer con bastante convicción como para convencer a quienes podían hacerlo de firmar un contrato. Lo que advertí era de su carácter absolutamente insólito que a mí me pareció voluntariamente anacrónico e intemporal de novela barojiana, mucho más que picaresca y en cierta medida cervantina o, si queréis, de aspecto rusiñolesco. Baroja era y creo que sigue un autor muy querido por muchos de nosotros, pero pensar en Baroja como uno de los referentes estilísticos de una novela de un autor joven en el año setenta y tres era tan insólito y tan difícil de concebir como pensar en Rubén Darío como referente fundamental en el año setenta y tres, cosa que hice yo en dicho año y que Cernuda creía unos cuantos años inconcebible en un autor joven. En general, toda la obra de Mendoza se sustenta en un equilibrio doble. Uno, por lo que respecta a las relaciones entre el texto y su público. Es un escritor que admite dos lecturas que no se excluyen mutuamente sino que se complementan. En una de ellas es un taraceado estilístico sobre cañamazos llevado nuevamente a la apoteosis y a la caricaturización estilizada. En otro es una novela de peripecias, el puro arte del narrador casi oral desde antes de la escritura, algo que en palabras de Lázaro Carreter poseen solo ciertos seres privilegiados en las tribus más antiguas y les vale la veneración en ellas. Desde este punto de vista no necesariamente los libros que más me han conmovido desde el punto de vista literario –no hablo de una conmoción emocional, aunque esta pueda existir– no son forzosamente ni los más ni los menos populares. Debo recordar entre ellos «La verdad sobre el caso Savolta», naturalmente «La ciudad de los prodigios», falto por cierto de un episodio en que en un globo aerostático aparecía Bouvila tomando tierra en Venecia en casa de Fortuny en una especie de broma sobre mi novela entonces recién aparecida, y, por otro lado, dos de sus mayores éxitos junto a los que he dicho y el libro peor comprendido. Los dos grandes éxitos, sin duda, «Riña de gatos», única novela suya no enteramente barcelonesa, ni parcialmente en su ambientación y con un curioso parentesco totalmente fortuito porque no conocía el libro entonces póstumo y un tanto deshilachado «Miserias de la guerra» de Baroja, y «El secreto de la modelo extraviada», que a mi juicio es su obra más perfecta estilísticamente; con el idioma se pueden hacer muchas cosas en narrativa, pero no mucho más allá de «El secreto de la modelo extraviada». Pero junto a ellos he mencionado un libro poco comprendido, «Una comedia ligera», obra que a pesar o a causa de lo que parece indicar su título, muy difícil de encontrar y cuyo mérito creo recordar de Mario Lacruz, es en lo profundo bastante dramático hasta trágico en algún momento, aunque con pasajes enormemente divertidos que incursiona de una forma poco menos que sacrílega en ciertos territorios del teatro ligero de la burguesía barcelonesa de los años cuarenta, pero también se permite un excurso a la zona picaresca con el episodio de la llamada contrata que es una sucesión de pasajes digna o bien de «Marcos de Obregón», o bien de «Estabanillo Gon-zález» o bien, incluso, de «Gil Blas de Santillana».

Hay otras muchas cosas de las que se podría hablar y no son de este carácter. Son menos conocidos los relatos cortos de Mendoza, «Tres vidas de santos», aunque uno de ellos, «La ballena», por sus características se acerque mucho a ser novela larga en formato de novela corta, algo muy mendocino, los otros dos van cada uno por su camino: el segundo es claramente dramático y el tercero es una de las pocas reflexiones de Mendoza sobre la condición social del escritor. Pero también están otras cosas a las que se podría aludir, como su breve pero muy sustancioso teatro en verso en catalán y castellano; su extensísima labor como traductor, no solo de obras teatrales sino más antiguamente la obra narrativa de E. M. Forster. Están luego los libros de los que sé que fueron escritos, planeados o esbozados y que no han llegado a su terminación. Sería vano enumerar tales proyectos, porque ni he podido leerlos nunca, ni sé si se mantienen, ni menos aún si será alguno de ellos materia de algún texto posterior del autor. Sé lo que está escribiendo hoy, pero solo a grandes rasgos. Entre estos grandes rasgos figura uno: el estilo. El estilo de Mendoza muy rápidamente depurado sobre sí mismo, es el estilo de alguien que ha leído mucho sobre todo dos cosas: los autores clásicos españoles y, en otro sentido, ciertos clásicos extranjeros tan variados como pueden serlo Proust o Lesage por «Gil Blas de Santillana», aunque más que Lesage habría que hablar del Padre Isla, verdadero responsable de la mayoría de lecturas que en España se han hecho del texto pseudopicaresco francés.

Hay otras muchas cosas que en apariencia no pertenecen a lo que nutre la narrativa de Mendoza, pero están allí, como su interés por la historia de las religiones que a veces aflora en algunos textos, no hablo solamente del título «Tres vidas de santos» sino de pasajes de una novela entera como «La isla inaudita». Y por historia de las religiones entiendo también las herejías, desde lo que contaba Renan a «La vía láctea» de Buñuel.

El mundo de Mendoza no es un mundo realista, es cosa totalmente distinta, el mundo de la novela, realista. La novela realista tradicional sí se proponía en algunas zonas contar el mundo. Un lector de hoy en la novela realista tradicional ya no ve el mundo sino una cosa totalmente distinta: el mundo narrativo autónomo creado por Dickens, por Balzac, por Baroja, por Galdós, por Tolstoi y autores parecidos. Pero ahora ya comprendemos que estos autores no nos hablan como entonces. En aquel momento, cuando escribían, creían estar contando el mundo, lo mismo cabría decir de Stendhal o Flaubert. Lo que hoy nos cuentan es otra cosa: amortizada la época en que la novela era el espejo, no Stendhal sino Saint-Real ponía al borde del camino, lo que vemos es más el espejo que el camino. El quehacer literario de Mendoza en narrativa larga, en breve, en traducción, en verso y prosa y hasta en catalán y castellano, es una exploración fascinante por lo que resulta ser lo más misterioso: el mundo creado por los escritores realistas que en su día reflejaban una sociedad que hoy nos enfrenta a algo totalmente distinto, el tejido de palabras, imágenes y recursos estilísticos que configura un universo aparte, el universo del realismo literario. Naturalmente tratado así ya no es realismo literario sino una forma artística de abordar el problema de la relación entre la realidad y la literatura y, más genéricamente, el problema de la relación de una realidad presente y una realidad pretérita tratada entonces como presente, es decir, el mismo problema de fondo que sustenta al menos en su primera parte la historia de «Don Quijote». «Don Quijote» es un anacrónico en apariencia porque vive en un mundo que en parte existió realmente, pero existió sobre todo porque existían las páginas de «Amadís de Gaula» y «Tirant lo Blanc». Que hubiera caballeros andantes es cosa sabida, pero el mundo de Amadís o Tirant, los libros que más elogia Cervantes junto con «Orlando Furioso» que es casi parodia de ellos, son no el reflejo estricto de la caballería sino la forma de realismo literario que pudo alumbrar la existencia previa de la caballería. Del mismo modo, los libros de Mendoza no tratan de lo que nos pueden contar los informativos, las redes sociales o los documentos filmados en directo; lo que nos cuentan es el reflejo de que cualquier momento social que poco después de existir ya es pretérito, configura como sus leyes internas y en este sentido es una materia tan alejada y a la vez tan extrañamente próxima como la materia artúrica que nutría los sueños del hidalgo.