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Historia

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Rommel frente al mito

El historiador estadounidense Douglas Porch analiza en «El camino hacia la victoria» la polémica figura del Zorro del Desierto

Erwin Rommel, con su trabajo en el frente de África, transformó el Mediterráneo en un punto clave de la Segunda Guerra Mundial
Erwin Rommel, con su trabajo en el frente de África, transformó el Mediterráneo en un punto clave de la Segunda Guerra Mundiallarazon

El historiador estadounidense Douglas Porch analiza en «El camino hacia la victoria» la polémica figura del Zorro del Desierto.

«De un modo indefinible –escribió el historiador británico Ronald Lewin–, la pureza del desierto purificaba la guerra del desierto». Una de las razones por la que esa guerra se recuerda casi con nostalgia, en especial en el campo británico, puede atribuirse al carácter del hombre cuyo apellido está asociado de forma indeleble a esa campaña: el Generalfeldmarschall Erwin Rommel. Su presencia en el norte de África, desde febrero de 1941 hasta su partida, dos años más tarde, hizo que la guerra en ese territorio fuera por igual espectacular y caballeresca. Rommel era el arquetipo del general agresivo y dispuesto a asumir riesgos que, tras haber dominado los principios de la guerra móvil en Francia, emuló en el desierto la audacia de Aníbal, Napoleón y Robert E. Lee: como jefe del ejército más débil, tenía que mantenerse a la ofensiva para sobrevivir. En su búsqueda de la batalla decisiva, por medio de maniobras audaces y poco ortodoxas, Rommel suscitó el temor y el respeto de sus oponentes, incluso después de humillarlos. Rommel, en suma, era un oficial alemán de la vieja escuela, un caballero «que podía perder su temple, pero nunca su honor».

Más allá del mito

Sin embargo, Rommel no era tan popular en el Ejército alemán, ni entre los historiadores alemanes, como lo es, todavía hoy, en el mundo anglosajón. Es indudable que Rommel poseía el instinto y el virtuosismo operacional de un gran comandante, pero su excesiva ambición, combinada con su incapacidad, o falta de predisposición, a reconocer sus limitaciones estratégicas, malgastaron esos dones indiscutibles. Rommel no era el hombre adecuado para el norte de África: su ambición y falta de diplomacia pusieron en peligro tanto la relación de Berlín con su aliado italiano como los objetivos estratégicos a largo plazo en el Mediterráneo. A Berlín le habría sido más útil un general menos ambicioso y más defensivo para estabilizar el fracaso italiano en el norte de África en febrero de 1941. La decisión de Rommel de tomar la ofensiva en el norte de África transformó el Mediterráneo, un frente secundario, en uno de los teatros decisivos del conflicto europeo.

Los objetivos mediterráneos de Alemania, mantener a Mussolini en el poder y confinar la guerra a la costa norte africana, solo requerían de un empate, no de una victoria. No le convenía a Berlín despachar un general que teatralizase el norte de África y lo convirtiera en un test vital de resolución británica, así como del valor de Londres como aliado para Estados Unidos. Pero desde el comienzo resultó evidente que el objetivo primario de Rommel en el norte de África era aumentar su renombre.

A largo plazo, el paso de Rommel por el Mediterráneo resultó muy ventajoso para la causa aliada. Ofreció a sus oponentes un elevado estándar con el que comparar su efectividad y perfeccionar sus capacidades tácticas y operacionales. Las victorias de Rommel se lograron contra ejércitos que estaban desorientados, mal entrenados y que todavía no podían comprender, y mucho menos contener, el superior sistema táctico y operacional alemán. Sus victorias, casi en solitario, obligaron a la alianza anglo-norteamericana a estrechar lazos. La derrota de Rommel en El Alamein durante el otoño de 1942 supuso tanto la mayoría de edad operacional de la alianza occidental como un inmenso tonificante para la moral británica. Cuando comenzó a mostrar un mínimo de cordura estratégica, Rommel ya se había desacreditado por completo ante sus superiores debido a su impetuosidad.

Dirigir desde el frente

En la campaña de Francia pudieron verse las características más destacadas del estilo de mando de Rommel, tanto las buenas como las malas, que empiezan por su preferencia por dirigir desde el frente. Desde luego, esto hacía que su división avanzase sin descanso y suponía una gran inyección de moral para sus tropas. No obstante, también provocaba confusión, pues su Estado Mayor recibía órdenes escasas y, con frecuencia, no tenía idea de su paradero.

En segundo lugar, el hecho de que este triunfo se hubiera conseguido contra divisiones de infantería, desprovistas de apoyo aéreo e infinitamente inferiores a los Panzer apoyados por infantería mecanizada y bombarderos en picado Stuka, le resultaba irrelevante a Rommel. Del mismo modo, sus primeras victorias en el desierto, en la primavera de 1941, contra fuerzas británicas anémicas y mal dirigidas, nutrieron su creciente autoconfianza y le blindaron contra todo autoanálisis, reflexión, introspección y, por encima de todo, contra cualquier duda. Churchill denominó a Rommel «un espléndido apostador militar». Pero todo el sistema de la Blitzkrieg alemana era una jugada basada en cálculos muy ajustados. La tendencia a subestimar al enemigo y a no tener en cuenta factores como la capacidad industrial, así como no tener en consideración el telón de fondo estratégico después de la caída de Francia se transformó en una enfermedad contagiosa entre los generales alemanes. Rommel no era sino uno de sus intérpretes más vistosos.

El hidalgo desprecio de Rommel hacia la logística constituía su tercer punto débil. El déficit logístico, que había sido una mera molestia en Francia, se convirtió en una pesadilla cuando la Wehrmacht se aventuró en el norte de África. Rommel no parecía inquietarse por el hecho de que su gran objetivo de alcanzar el delta del Nilo y más allá estaba absolutamente divorciado de cualquier evaluación realista de los medios a su disposición.

Esta falta de introspección y autocrítica predisponía a Rommel a su cuarto defecto: siempre se quejaba por todo. Le encantaba regodearse en la adulación popular que conllevaba el éxito, pero su narcicismo le hacía incapaz de aceptar la responsabilidad del fracaso. Para él, los reveses no podían nunca ser atribuidos a su falta de autocontrol. En su lugar, los achacaba a otros: sus subordinados, sus hombres, sus aliados italianos o a la mala logística. Al final, en Francia descubrió que la propaganda contaba tanto como los hechos a la hora de hacer progresar su carrera.

Para saber más

«El camino hacia la victoria»

Desperta Ferro Ediciones

704 páginas

29,95€