Historia

San Quintín: la primera gran victoria de Felipe II

El 17 de agosto de 1557, los ejércitos de las coronas de España y Francia chocaron en los campos del norte de Francia. Contra la creencia extendida, fue la caballería, y no los Tercios, quien destruyó con sus cargas al ejército francés

El general de Felipe II Manuel Filiberto, duque de Saboya, vence a los franceses en San Quintín
El general de Felipe II Manuel Filiberto, duque de Saboya, vence a los franceses en San QuintínArchivo

La de San Quintín fue una de las victorias más decisivas del reinado de Felipe II. “El desorden no ha sido pequeño, puesto que cuatro o cinco mil caballos han derrotado a más de seis mil y a quince mil infantes”, escribió un funcionario francés apellidado Delbène al cardenal François de Tournon, arzobispo de Lyon. La caballería de Felipe II barrió en los campos de Essigny, al sur de San Quintín, al ejército del condestable de Francia, Anne de Montmorency, que había tratado de auxiliar la estratégica ciudad, sitiada por el ejército de Manuel Filiberto de Saboya. La victoria española se debió a la combinación de reiters, o herreruelos, provistos de armas de fuego, y de hombres de armas y caballos ligeros equipados con lanzas.

El 17 de agosto, Montmorency y sus tropas avanzaron desde La Fère para introducir refuerzos en San Quintín. Hecho esto, se retiraron, pues el veterano condestable no deseaba medir sus fuerzas con el formidable ejército del duque de Saboya. Su intención era alcanzar la seguridad del bosque de Montescourt. Apenas iniciada la marcha, sin embargo, el capitán Dinteville, situado en retaguardia al frente de una compañía escocesa, vio aparecer tras ellos “siete u ocho batallones de jinetes enemigos”. El grueso de la caballería hispánica lo conformaban reiters, llamados herreruelos en el español de la época. Se trataba de tropas equipadas con armas de fuego de llave de rueda, que no precisaban de mechas para su uso. François de Rabutin, que combatió en la batalla, escribió que “estos reiters […] que iban todos cargados de pistolas, armas de fuego furiosas y temibles, parecían haber sido inventados para el espanto y la ruptura de la gendarmería francesa”.

El mariscal de Saint-André instó a Montmorency a que atacase a la caballería española antes de que se le uniese la infantería, pero el condestable se negó. “Marchamos de este modo, retirándonos, unas dos leguas por lo menos, sin que viese yo desorden alguno”, escribió Dinteville. La situación cambió al aproximarse el ejército francés al bosque. La caballería hispánica rebasó por los flancos al ejército francés y se dejó ver en toda su fuerza, de modo que el condestable ordenó el alto de sus tropas para afrontar el choque. Según Francesco Novelli, secretario del embajador del duque de Ferrara en París, se trató de un gran error: “hizo conducir hasta los franceses la artillería, que estaba con las tropas alemanas [en vanguardia], y perdió más de media hora; todo esto, junto con los constantes altos, permitió que los enemigos llegasen antes que él a cierto lugar por donde los nuestros debían pasar por el bosque”.

Manuel Filiberto no desaprovechó la ocasión y lanzó toda su caballería contra las desorganizadas tropas francesas. El desastre fue absoluto. Los reiters abrían huecos en las formaciones contrarias con sus pistoletes; los hombres de armas y los caballos ligeros cargaban por ellos lanza en ristre y barrían todo a su paso. El ejército de Enrique II perdió seis mil soldados de infantería y tres mil de caballería, además de trescientos nobles y diez caballeros del séquito real. Otros seis mil hombres fueron hechos prisioneros. El botín ascendía a quince cañones, sesenta banderas de infantería y cincuenta estandartes de caballería. El cirujano militar francés Ambrose Paré describió un panorama desolador del campo de batalla unos días después: “vimos a más de media legua a nuestro alrededor la tierra completamente cubierta de muertos, todos tendidos y desnudos, y apenas nos quedamos allí por el intenso hedor cadavérico que desprendía los cuerpos, así de hombres como de caballos”.

A pesar de la derrota y la ulterior toma de San Quintín, Enrique II no se dio por vencido. Al año siguiente, sus ejércitos, reconstruidos, invadieron Calais, Luxemburgo y Flandes. Sus esperanzas, sin embargo, se vieron frustradas por la destrucción del ejército del mariscal de Thermes en la batalla de Gravelinas en julio de 1558, que condujo al inicio de unas conversaciones de paz de las que Francia salió humillada y la monarquía de Felipe II como potencia hegemónica. Blaise de Monluc, coronel general de la infantería francesa, escribió que “se hizo la paz para gran desgracia del rey, principalmente, y de todo su reino, porque esta paz fue causa de la entrega de todos los países y conquistas que habían hecho los reyes Francisco y Enrique […]. He leído en un libro escrito en español que el rey había entregado ciento noventa y ocho fortalezas donde tenía guarniciones”. Mientras Francia se encaminaba a la guerra civil, España imponía su dominio.

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* San Quintín

* Desperta Ferro Historia Moderna n.º 72

* 68 pp

* 7,50€