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«Street Art»: la calle ya es vuestra

Numerosos emprendedores han tomado cartas en el asunto con el fin de explotar el auge del grafiti, como Street Art London’s, cuyo objetivo es «facilitar y apoyar los nexos entre artistas, instituciones y público, organizando festivales, comisionando obras y exposiciones». Este mural londinense fue encargado por el colectivo al chileno Pablo Díaz.
Numerosos emprendedores han tomado cartas en el asunto con el fin de explotar el auge del grafiti, como Street Art London’s, cuyo objetivo es «facilitar y apoyar los nexos entre artistas, instituciones y público, organizando festivales, comisionando obras y exposiciones». Este mural londinense fue encargado por el colectivo al chileno Pablo Díaz.larazon

Roma y Lisboa se suman a la tendencia mundial de establecer rutas turísticas por los murales urbanos. Ayuntamientos, empresas y museos han pasado a ser los «aliados» de muchos grafiteros y algunos ya hablan de «desnaturalización» del movimiento.

Imaginemos a un grafitero tipo. Llamémoslo Wifli. Nuestro hombre creció en una barriada popular de alguna gran ciudad española. A mediados de los 90 robaba videojuegos en El Corte Inglés, le atraían los colores chillones, los pantalones anchos y la música hip hop. Los viernes por la noche salía a buscar emociones fuertes con los amigotes en las estaciones de cercanías. Sus primeros garabatos no eran memorables, pero –un ojo en el aerosol, otro en el segurata del fondo– el escenario en sí era una forma primaria de arte. Quizás en el cassette sonaban los Loop Troop, sus «Spraycan stories»: «Fuimos a coger el tren en la estación/ no pagamos el billete, sólo prestamos atención/ a evitar cualquier confrontación/ con la ley». A medias entre una beca del Estado y el trabajo estándar de sus padres, Wifli estudió Bellas Artes siguiendo una lógica necesidad de expansión artística. Son los 2000. En la Facultad, Wifli traba relación con un grupo de estudiantes heretogéneo, todos ellos más interesados en las actuaciones urbanas, en un arte militante y «vivo», que en Caravaggio o Watteau. En verano viajan juntos a Berlín; en invierno, rehabilitan a su modo edificios abandonados. Recién salidos de la Universidad, Wifli y sus colegas fundan un colectivo artístico. La cosa no está como para lanzar cohetes, pero poco a poco empiezan a salir pequeños trabajos: decoran cerrajerías de negocios, «tunean» locales... Entre tanto, Wifli se apaña con un sueldo de camarero en una popular cadena. En torno a 2008, su suerte cambia. El colectivo viaja a Río de Janeiro invitado por una Bienal del gremio. Después llega Panamá y, más tarde, Puerto Rico. Engrosan su portfolio y, a partir de ahí, empiezan a llover encargos en España: ayuntamientos, empresas, particulares... Wifli deja Sturbucks y se centra de lleno en el colectivo. Tienen 30 años. Y ahora son «empresarios».

Ésta es sólo una historia tipo (sin pretensión de universalidad), aunque fundamentada en un hecho palmario: el grafiti no sólo ha abandonado la clandestinidad, sino que está cada vez más asumido y promocionado por el público general y el poder público. Hasta tal punto que el arte urbano ha pasado a ser un activo turístico más para las grandes ciudades, explotado por los propios consistorios. Lisboa y Roma son las dos últimas capitales en sumarse a iniciativas de este tipo, implantando sendos recorridos turísticos por los murales de su extrarradio. Paralelamente, diversos colectivos privados han lanzado paquetes «a medida» para visitar los espacios de actuación más representantivos o fomentar sinergias con los mecenas. Con algunos años de desventaja, y siguiendo la estela de las grandes capitales del grafiti (Nueva York, Londres o Berlín), los países mediterráneos han descubierto el atractivo del movimiento subversivo que eclosionó en los 70.

Los integrantes del colectivo Boa Mistura, que llevan 15 años trabajando en la calle, consideran que en los últimos cuatro años «se está viendo la luz al final de tunel» y la obra de los grafiteros españoles empieza a ser valorada en nuestro propio país. El grupo lo forman cinco jóvenes crecidos en la madrileña Alameda de Osuna, todos con formación universitaria muy relacionada con su actividad actual: Arquitectura, Bellas Artes, Ingeniería de Caminos y Publicidad... Otros seis integrantes de apoyo completan el estudio, que ha realizado murales por medio mundo. «Antes era mucho más fácil trabajar en el extranjero: La Habana, Brasil, Panamá, Argelia... Ahora empieza a haber interés en España por el arte urbano y por fin la gente entiende que nuestro trabajo no es destructivo, sino positivo», señalan. Recientemente han completado un mural de más de 100 metros de largo en Getafe a iniciativa del Ayuntamiento. El sector privado ha comenzado a llamar a su puerta. «Nuestro trabajo empieza a ser conocido y muchas empresas quieren vincular su marca y apoyar lo que hacemos», manifiestan, aunque aseguran que «no trabajamos de manera publicitaria ni con finalidad turística». Eso sí, ven positivo que la obra de los artistas urbanos se ponga en valor como ejemplo de «humanización» y «dinamización» de la calle.

Grafiti versus arte urbano

«No tenemos un mero fin lucrativo, pero debemos comer», resumen. Desde Boa Mistura ponen a ciudades como Málaga o Zaragoza (y sus iniciativas Maus-Soho y Asalto, respectivamente) como ejemplos de sensibilidad hacia el «street art» en España, mientras que en Madrid, aseguran, es sólo la iniciativa privada o el mecenazgo lo que les permite trabajar «haciendo ciudad». ¿Traiciona el auge «comercial» del grafiti la esencia de un movimiento nacido como contracultural? Desde Boa Mistura no lo ven claro: «Nosotros decimos que no hacemos grafiti, sino intervenciones en la calle; cada grafitero y artista tiene una visión diferente, este mundo es un saco enorme donde entra todo, desde el palo vandálico a la faceta más artística; no sabemos si se pierde la esencia, pero lo que sí es cierto es que se accede a soportes y medios que permiten hacer obras de más calidad». Los artistas urbanos actuales distan mucho de la imagen clandestina de antaño: la mayoría cuenta con atractivas páginas webs en las que muestran sus obras y cuelgan sus portfolios; tampoco rehuyen las fotografías personales, generalmente durante el curso de sus acciones, que suelen colgar en las redes sociales. No obstante, dentro del mundo del grafiti se ha abierto una brecha conceptual y, en muchos casos, los más «puristas» se oponen a la nueva denominación de «arte urbano» y a sus connotaciones ligadas a cierto «establishment» artístico. «A nosotros la palabra grafiti y su contexto nos queda lejos por el tipo de cosas que hacemos; en realidad nunca hemos hecho grafitis como tal excepto de pequeños, en los primeros años en el barrio», confiesa Boa Mistura.

Otro ejemplo de la asunción social y artística del grafiti es su cada vez más frecuente inclusión en el circuito de museos y galerías de arte, siguiendo la estela de las primeras «stars» del género: Haring, Banksy o Basquiat, de quien el Guggenheim de Bilbao realizará una retrospectiva en julio. En la actualidad, sin ir más lejos, la Pinacoteca de París dedica una exposición a los «Presionistas», los pioneros del aerosol. El tema también suscita debate dentro de la comunidad artística. Joao Fernandes, subdirector del Museo Reina Sofía, considera que el grafiti, «nacido como expresión de grupos y comunidades concretas, se está presentando en los últimos años en contextos más institucionales y ha pasado a tener un componente decorativo de la ciudad muy fuerte, lo que en cierto modo supone una ‘‘domesticación social’’ del fenómeno». Este experto diferencia entre la obra callejera de los artistas y los trabajos en soportes más museísticos de las citadas «estrellas» del grafiti, Haring y Basquiat, hoy plenamente integrados en el mercado. «Meter al grafiti en los museos es como hacer una especie de apropiación del arte urbano, un intento de incluirlo en convenciones distintas a las que le hicieron surgir; de hecho, el movimiento vivía de su marginalidad y del modo particular en que veían la ciudad, así que si eso se vuelve decorativo o industrializado, se desnaturaliza; por eso existe una gran ambigüedad en el hecho de que las propias ciudades piensen en espacios para los artistas o los museos los asuman, disminuyendo la dimensión identitaria del proyecto inicial». Pero... ¿acaso no sucedió lo mismo con el arte de vanguardia, nacido como reacción al «establishment» y posteriormente asimilado por la lógica capitalista del arte moderno? Para Joao Fernandes, la diferencia estriba en lo siguiente: «Las vanguardias ponían en cuestión la misma obra de arte; el arte urbano, no». En el caso del grafiti, el peligro de derivar en mera industria decorativa está presente, advierte. Lo que está claro es que el movimiento que tomó por lo criminal la calle desde los años 70 hoy la disfruta por lo civil.