Tamames y la gerontofobia en tiempos de Tik Tok
Las faltas de respeto hacia Ramón Tamames en la moción de censura han destapado una realidad: en una sociedad que rinde culto a la juventud, a los más mayores se les arrincona y desprecia
Madrid Creada:
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«Y aun me maravillo yo –dijo Sancho– de como vuestra merced no le subió sobre el vejote y le molió a coces todos los huesos y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas. –No, Sancho amigo –respondió don Quijote–, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados. Yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos».
Estamos obligados a tener respeto a los ancianos… Pero no todos se lo tenemos. Lo hemos visto recientemente, en el Congreso de los Diputados mismo, cuando al casi nonagenario Don Ramón Tamames se le increpaba a gritos, se le negaba el saludo o, directamente, se le faltaba al respeto en la propia Cámara Baja de las Cortes Generales (podría Don Quijote haber dado a Patxi López o a Aitor Esteban lo mismo que a Sancho Panza). O en aquel vídeo en que una turba «woke» asediaba a un veterano de guerra estadounidense que exclamaba, atónito, «todos aquellos chicos, todos aquellos chicos para esto…», recordando a los muertos de la Segunda Guerra Mundial. Lo vemos en nuestro día a día, cuando en las redes sociales la atrevida tracalada Dunning-Kruger desprecia las valiosísimas aportaciones de Fernando Savater, Francesc de Carreras o Félix de Azúa.
Las faltas de respeto a nuestros mayores son solo la punta del iceberg. Mientras avanzan, imparables, los movimientos identitarios y gran parte de la sociedad se muestra especialmente sensible a cualquiera de ellos, ya sea por motivos de raza, de orientación sexual, de creencias religiosas, nacionalismos o intolerancias alimentarias (no tardarán), las actitudes prejuiciosas hacia las personas mayores parecen socialmente aceptadas. Incluso, visto lo visto, institucionalizadas. Mientras muchos pueblos indígenas siguen respetando a sus mayores como seres valiosos que aportan, practican y mantienen sabiduría, experiencia y espiritualidad, en nuestras sociedades, cada vez más adanistas y más tendentes al culto a la juventud, se les arrincona y desprecia.
Surgía en los años 60 el término «edadismo», que hace alusión a la discriminación por razones de edad, y parece esta la única discriminación que no se cuestiona enérgicamente hoy en día. La única causa justa que no ha encontrado anclaje entre el griterío ensordecedor. Quizá porque es incompatible el revisionismo de todo pasado y la defensa de aquellos que, estando aquí, han participado de ese pasado, del más reciente al menos, que, a ojos de estos movimientos, nada bueno han aportado. O quizá porque su misma presencia nos recuerda nuestra propia mortalidad y vulnerabilidad. ¿Qué nos ocurre con nuestros mayores? ¿Que, como nos ven, ellos se vieron y, como les vemos, nos veremos? ¿Cómo hemos pasado de respetarles y venerarles, casi como deidades, a despreciarles y ofenderles?
En 2021, la OMS publicaba un informe mundial sobre el edadismo, destacando la necesidad de abordar el problema como «esencial para crear un mundo más igualitario en el cual se respeten y se protejan la dignidad y los derechos de cada ser humano». El informe muestra cómo el edadismo es «prevalente, ubicuo e insidioso en gran parte porque no es reconocido ni cuestionado. El edadismo tiene consecuencias graves y de gran alcance para la salud, el bienestar y los derechos humanos de las personas, y supone costos de miles de millones de dólares para las sociedades», y cómo comporta para las personas mayores «una peor salud física y mental, un aumento del aislamiento social y la soledad, una mayor inseguridad económica, una reducción de la calidad de vida y una muerte prematura». Propone tres líneas estratégicas para reducir el edadismo: leyes y políticas que luchen contra ello, una labor educativa que aborde los prejuicios y estereotipos generacionales, y el contacto intergeneracional.
En 2016, Carolina Bescansa, entonces secretaria de Análisis Político de Podemos, sostenía sin complejos que «si en España sólo votase la gente menor de 45 años, Iglesias ya sería presidente del Gobierno». Bajo esa afirmación lo que subyace es la prejuiciosa idea de que el voto del mayor lastra el avance social que, adanistas, se autoarrogan el papel de únicos avalistas. Es un ejemplo de cómo saltarse las tres en una sola frase.
Hace apenas unos días, la Mesa Estatal por los derechos de las Personas Mayores, constituida por entidades del sector cívico en España con especial atención a la tercera edad, iniciaba una campaña de recogida de firmas con el fin de solicitar una convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas mayores. Al mismo tiempo, en círculos filosóficos se discute la propuesta de eliminar el derecho a voto a los 70 años. Sostienen las corrientes que defienden la medida que, a cierta edad, nuestros mayores están mucho menos preocupados por los problemas de nuestra sociedad y es probable que no sufran las consecuencias a largo plazo de las decisiones políticas que se tomen en el presente que los jóvenes.
Puede parecer una barbaridad privar a ciudadanos vivos de sus derechos, pero no está tan alejado de lo que proponen actualmente algunos. Solo hay que darle la vuelta a la formulación: en lugar de «no deberían votar porque no estarán aquí cuando lleguen las consecuencias de lo votado» piense en «no es legítimo porque no lo hemos votado los que estamos». Ese, exactamente, es el argumento que esgrimen algunos para deslegitimar, por ejemplo, nuestra Constitución. Bastante cercano con ese otro «si solo votaran los de 45». ¿Qué será lo siguiente? ¿Qué otro derecho podrán ver cuestionado para ellos nuestros mayores?
«Se ha dicho que la moción de censura no servía para nada sin los votos suficientes para prosperar», decía la escritora y periodista Ana Iris Simón en un artículo a propósito del trato recibido por don Ramón Tamames en el Congreso por parte de algunos políticos. «Pero sí ha valido para contemplar», proseguía, «con asombro y pena, cómo las buenas maneras de los abuelos han dejado paso al adanismo, la soberbia y el griterío de hijos y nietos. O que los protagonistas de la Transición son manoseados como mito, pero pisoteados como realidad. O que, en una sociedad que le rinde un ridículo culto a la juventud, no hay lugar para los viejos».
Y es que el debate no es nuevo. El papel de los mayores en la sociedad y el trato hacia ellos ha sido objeto de estudio y reflexión desde antiguo. Para Cicerón, la vejez no es sino el resultado de lo que hayamos hecho con nuestra vida. No sólo no tiene por qué ser una etapa de ominosa decadencia, sino que bien podría ser la más plena y productiva. Platón decía en «La República»: «Algunos se quejan también del trato irrespetuoso que, debido a su vejez, reciben de sus familiares, y en base a esto declaman contra la vejez como causa de cuantos males padecen. Pero a mí, Sócrates, me parece que ellos toman por causa lo que no es causa; pues si ésa fuera la causa, también yo habría padecido por efecto de la vejez las mismas cosas, y del mismo modo todos cuantos han llegado a esa etapa de la vida. Pues bien, yo mismo me he encontrado con otros para quienes las cosas no son así». Y Séneca: «Esto debo a mi quinta: que mi vejez se me haga patente a donde quiera que me dirijo. Démosle un abrazo y acariciémosla; está llena de encantos, con tal que sepamos servirnos de ella. La fruta es muy sabrosa cuando está terminando la cosecha».