Sarabela Teatro
Un '13, Rue del Percebe' a la alemana y contra el cliché
Los gallegos de Sarabela Teatro aterrizan en Madrid con un texto del dramaturgo alemán vivo más representado, Roland Schimmelpfennig, sobre una comunidad tan disparatada como real
Lo de Sarabela Teatro con Roland Schimmelpfenning es un acto de justicia. Señala Ánxeles Cuña Bóveda –directora y responsable de la dramaturgia de este «Dragón de oro»– al autor alemán como «increíble, magnético; uno de los grandes». Una figura representada en más de 40 países y que, a pesar de ello, «en Galicia no se conocía y en Madrid tampoco se ha tocado mucho», apunta. Cuña se rinde ante su literatura: «Plantea una nueva forma de sentir, expresar y abordar la dramaturgia porque es un muy buen conocedor de las tripas del teatro... y del alma humana».
Es la carta de presentación de ese binomio que forma el equipo de Sarabela, de Orense, y Schimmelpfenning. Dupla que llega mañana al Teatro de la Abadía para sumergirse en «El dragón de oro»; lo que es una «feliz coincidencia» para el director de la casa, Juan Mayorga, quien, a su vez, comparte con Schimmelpfenning el título de ser el autor teatral vivo más representado de su país; cada uno de su respectiva nación.
La pieza arranca con lo que la directora denomina «una anécdota aparentemente banal». A partir de un simple dolor de muelas se levanta un castillo de seis historias entrelazadas que van pasando por la inmigración, la explotación sexual, la deshumanización, la precariedad laboral y la condición humana, enumera Cuña sobre un texto estrenado en Viena, en 2009, que «nos interpela». Ante el dolor de mucha de la realidad, «que nos vapulea» –sostiene la gallega–, esta función apuesta por la comedia: «Por el humor liberador».
Una noche en un edificio de varios pisos, en algún lugar de Europa: un joven chino sufre ese dichoso dolor de muelas en la cocina de El dragón de oro, un restaurante de comida rápida tailandés-chino-vietnamita. «No se sabe bien porque, como personas blancas occidentales, nos cuesta situar a los asiáticos», dice el autor como parte de la crítica de su texto al cliché. El problema, más allá del trastorno físico que supone tal dolencia, está en que el enfermo no tiene ni permiso de residencia ni dinero y no puede ir al dentista. «Se convierte en una tragedia», indica la directora ante un vacío en el que son los compañeros los que optan por arrancarle la muela... «Se queda en sus manos».
A la historia de este joven se suman las otras de los residentes del edificio: un anciano que desea retroceder en el tiempo mientras su nieta embarazada ve cómo su relación se tambalea porque su pareja no quiere tener hijos; o un hombre al que dejó su mujer y que visita a un amigo, un tendero enigmático, que obliga a una joven china a prostituirse; o dos azafatas que comen en el restaurante y de las cuales, una guarda una muela que cayó en su sopa...
«Todos los personajes pasan la noche en la misma casa y ahí viven y trabajan. Se van cruzando, pero no confluyen. Se mezclan las historias de los diferentes habitantes, que tienen la insatisfacción vital de que quieren ser otros. No admiten sus vidas», desarrolla Cuña sobre un montaje compuesto por cinco actores «camaleónicos» (Fina Calleja, Fernando Dacosta, Sabela Gago, Fernando González y Fran Lareu) que se desdoblan en casi una veintena de papeles y que intercambian géneros y edades como «parte del juego teatral con el espectador». «Son 48 escenas a un ritmo veloz que funcionan como un reloj suizo», explica la directora.
Y en mitad de todo eso aparece la fábula de la cigarra (que en verano no guarda nada), que le pide a la hormiga que la alimente durante el invierno, «aunque subvertida: la hormiga se convierte en proxeneta y la cigarra en mujer prostituida», añade.
Un buen envejecer
Afirma Cuña que está ante una obra que «no ha envejecido». Sus temas están «más candentes que nunca»: «Desgraciadamente, la inmigración es más actual y más escalofriante». A su lado, asiente Schimmelpfenning: «Está todo peor que cuando escribí la pieza, pero yo tengo claro que si viviera en el Tercer Mundo también intentaría ir a esas trampas mortales para llegar al Primer Mundo».
«Se ha incrementado el problema porque parece que nos alejamos de la visión y la necesidad de la absoluta defensa de los derechos humanos. Desde la muerte de Aylan [el niño sirio que apareció ahogado en una playa de Turquía hace justo diez años y que se convirtió en símbolo del horror] hay más de 3.500 niños que han muerto en el Mediterráneo, lo que lo convierte en un genocidio estructural. Nada ha cambiado desde aquello –continúa la gallega–. Creo que deberíamos pararnos a ver el proceso de deshumanización al que nos quieren llevar en lugar de convertirnos en humanos empáticos y ayudar a la gente que huye de la pobreza. No puede ser que todos sean “asesinos, ladrones, violadores y traficantes”, como nos quieren hacer ver. Ni nos van a “invadir” ni a “imponer” sus costumbres. Todo eso es parte de una teoría que se apoya en el miedo y que se justifica para crear un enemigo común. Habrá los mismos criminales que tenemos en España, Inglaterra o Estados Unidos. Eso solo siembra odio y discordia». ¿Y a dónde nos lleva ese discurso? Responde Ánxeles Cuña: «A la ascensión de los autoritarismos y la negación de los derechos humanos, a una realidad oscura, a algo bárbaro y terrible».