Crítica de teatro

“Lo fingido verdadero”: Del destino al teatro y de este a la fe ★★★☆☆

Hablamos de una obra de Lope de Vega rara y difícil de montar

Israel Elejalde protagoniza "Lo fingido verdadero", de Lope de Vega
Israel Elejalde protagoniza "Lo fingido verdadero", de Lope de VegaSergio Parra

Autor: Lope de Vega. Director: Lluís Homar. Intérpretes: Israel Elejalde, Arturo Querejeta, María Besant, Verónica Ronda, Ignacio Jiménez, Álvaro de Juan, Eva Trancón, Silvia Acosta... Teatro de la Comedia, Madrid. Hasta el 27 de marzo.

Vaya por delante una cosa: Lo fingido verdaderoes una obra rara y difícil de montar donde las haya. Y lo es atendiendo exclusivamente al texto, más allá de los estudios y consideraciones académicas que se hayan podido hacer luego sobre él. Ni tiene una estructura dramatúrgica consistente ni un claro núcleo de convicción dramática ni tan siquiera una ilación de situaciones debidamente justificada en el desarrollo argumental. Aún hoy nos preguntamos muchas veces qué demonios era lo que quería contar Lope exactamente y por qué quiso exponerlo de una manera literaria y teatral, digamos, tan desorganizada y tan impropia de su pericia formal. Esto no quiere decir que la obra no tenga cosas interesantes y hasta geniales, que las tiene, y no son pocas.

Sin embargo, una función que sigue durante su primer acto la torrencial sucesión de emperadores romanos –poco relevante en verdad desde el punto de vista teatral– para hablar del destino y esgrimir poéticamente el tópico literario del “theatrum mundi”; una función que gira luego hacia los derroteros de la metateatralidad y que ahonda en el significado y en la verdad del arte de la representación al relacionar este –desafiando al mismísimo Aristóteles– con la “praxis” y no con la “poiesis”; una función que, a partir de ese razonamiento aristotélico y antiaristotélico a la vez, deriva finalmente hacia la glorificación de Ginés, un comediante pagano que halla la fe cuando está representando una farsa sobre los cristianos y que es por ello mandado martirizar por el emperador Diocleciano; una función tan loca, en definitiva, está pidiendo a gritos, para que pueda ser hoy entendida y seguida con gusto en el patio de butacas, ¡una versión! Una versión que reduzca las escenas y las tramas; que fije dónde está el verdadero meollo y concentre la acción en torno a él; y, ya de paso, que elimine innecesarios nombres propios y que modifique, respetando la métrica y la rima, términos y construcciones gramaticales que obstaculizan de manera evidente la comprensión semántica de algunas tiradas de versos.

Pues bien, aquí radica el gran problema de este montaje: que no hay versión por ningún lado. Si a eso sumamos el extraño uso que se ha hecho del vestuario, tendiendo a la abstracción en lugar de buscar la concreción y la identificación de los personajes en el juego metateatral que protagonizan, pues todo resulta más confuso de lo recomendable.

Lo que sí hay, eso es innegable, es un inmenso grupo de buenos profesionales trabajando al servicio de una gran producción, si bien esta no termina de exprimir las condiciones particulares de cada uno de ellos. En la dirección, Homar intenta como puede dar continuidad a una acción que, como digo, está demasiado dispersa en el texto. Y la verdad es que consigue, exceptuando la acartonada escena final de la polea bajando y subiendo del techo, que todo tenga una cierta agilidad y uniformidad discursiva.

En el capítulo actoral destacan María Besant, José Ramón Iglesias, Israel Elejande y, sobre todo, en esta ocasión, Arturo Querejeta. Aunque es Elejalde, formidable siempre en el manejo de la palabra, quien arranca los mayores aplausos en algunos bonitos monólogos que resuelve con mucha eficacia formal, es Querejeta quien consigue dar el ritmo más oportuno a unos versos repletos de juegos conceptuales y razonamientos complejos que deben desmenuzarse en la interpretación, como él hace, para que el espectador pueda entenderlos en toda su amplitud.

Lo mejor

Es una gran producción, con grandes profesionales, de un título importante que faltaba en el repertorio de la Compañía Nacional

Lo peor

No se aprovechan todas las posibilidades que permite el fascinante juego metateatral que propone Lope