“El burlador de Sevilla”: Don Juan en la nevera ★★☆☆☆
Apenas necesita el espectador un par de escenas para darse cuenta de que no está ante un playboy de pacotilla
Creada:
Última actualización:
Después de leer el dosier de prensa de El burlador de Sevilla, y tras haber visto luego la función, uno agradece que la extraña y enrevesada justificación de orden político y social que Xavier Albertí sostiene con respecto a la conducta de Don Juan no se aprecie por ninguna parte a lo largo de la representación. Lo que sí se aprecia, y se agradece muchísimo, es una lectura del personaje más psicologista (y más afín a la verdadera sensibilidad de un Romanticismo que pocas veces es bien entendido) que lo aparta de la simplificada bravuconería con la que tradicionalmente se suele abordar el mito en los escenarios de nuestro país. Bien es verdad que no es este un caso aislado y que, en los últimos años, ya habíamos visto, por fortuna, algunos otros donjuanes tan complejos y atormentados como este. Aquí, apenas necesita el espectador un par de escenas para darse cuenta de que no está ante un playboy de pacotilla, sino ante un infeliz, resentido con el destino, que quiere desafiarlo todo, destruirlo todo, para explorar los propios límites de su libertad. Sabe que Dios es el último bastión que deberá derribar en su camino y sabe, por tanto, que no puede haber salvación para él. “Dame la muerte y mis desdichas tendrán fin en tus manos”, suplica a don Pedro nada más cometer la primera fechoría que recrea el drama. Y esa inteligente lectura se traslada al trabajo actoral: enseguida comprueba uno que Mikel Arostegui ha asumido en la composición de su personaje toda esa angustia que arrastra.
Lo malo es que también aprecia uno enseguida que la cosa, por más que lo intenten los actores, no puede funcionar: toda la acción dramática está congelada, víctima de un hieratismo en el lenguaje físico, requetemarcado desde la dirección, que no hay quien entienda. Ni el mencionado Arostegui ni nadie, en un elenco en el que hay grandes intérpretes como Arturo Querejeta, Isabel Rodes, Rafa Castejón o Lara Grube, pueden hacer nada absolutamente, tan atados como están en el escenario, para acompañar al espectador emocionalmente por los vericuetos de la historia que están protagonizando. Cabría entender esa introspección a la hora de enfrentarse al texto, y yo así la defiendo siempre, si estuviéramos en un espectáculo o recital de poesía lírica; pero es que esto es poesía dramática: aquí el texto está supeditado permanentemente a la acción, no al pensamiento, y esa acción ni está en el escenario ni se la espera en las dos horas que dura la función. Como consecuencia, Morfeo se adueña del patio de butacas y las cabezadas no se hacen esperar. Al menos eso es lo que ocurrió el día que acudí yo a ver la obra.