“Caridad”: El perdón y la otra mejilla ★★☆☆☆
Angélica Liddell no logra la fuerza visual de otros montajes suyos
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Después del extraordinario montaje que ha dirigido Julio Manrique a partir de El adversario, de Emmanuel Carrère, y que ha servido para inaugurar esta edición del festival Temporada Alta en Girona, se ha estrenado al día siguiente Caridad, el último trabajo, esperadísimo por sus numerosos adeptos, de Angélica Liddell.
Es frecuente, en espectáculos contemporáneos que tienden a lo extremo, partir de premisas algo confusas, cuando no manipuladas con astucia, para intentar justificar conceptualmente la posible controversia que tal desmesura pueda generar. Dice Angélica Liddell en la presentación de su nuevo espectáculo que la caridad, como virtud, nos obliga, entre otras cosas, a “dar asilo al homicida” y a “redimir al violador”. Pero, claro, que yo sepa, el amor y el perdón no implican la disculpa moral de los actos del perdonado, que es la idea con la que la obra coquetea para poder de esta manera incomodar, polemizar o lo que quiera que pretenda hacer.
Si el perdón atentase de modo tan palmario contra los principios morales en los que se funda, las religiones no tendrían sentido y las organizaciones sociales no serían posibles. Unas y otras comportan siempre modelos éticos; y el perdón no puede resquebrajar tales modelos por la sencilla razón de que siempre, en todos los casos, dimana de ellos. También dice Liddell que la caridad implica “amar por encima de la ley”. Sin duda, la afirmación es potente desde el punto de vista literario –todo lo que escribe la autora suele serlo–; pero es… eso, literatura: el amor y la ley no guardan relación ninguna desde que el mundo es mundo; el amor es propio del ser humano en cuanto individuo, y la ley afecta solo a lo colectivo. La ley solo puede intervenir en las conductas, no en los sentimientos. Ya lo expresó Shakespeare en Hamlet con hondura, belleza y clarividencia: “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”. En efecto, una sociedad puede prohibir, por ejemplo, que sus miembros tengan relaciones homosexuales, pero no tiene capacidad para prohibir que un señor sienta o no sienta cosas por otro señor. Del mismo modo, la ley puede condenar a muerte a un execrable asesino; pero no tiene capacidad de regular los sentimientos que ese criminal despierte en otras personas.
Dicho todo esto, podría resultar verosímil que el asesino más despiadado consiguiese despertar un sentimiento de caridad en algunos miembros de la sociedad en la que ha cometido sus crímenes. Pero sería ridícula, irracional y disparatada la posibilidad de que esa caridad, como apunta esta obra, interfiriese en la condena moral que esa sociedad haga de los actos –es decir, de la conducta– del asesino.
Desde el punto de vista argumental, las cosas en la función se van tanto de madre que se dicen cosas (perdón por el parafraseo, porque no he conseguido disponer del texto para reproducirlo con exactitud) como que hay personas que se sujetan a las leyes y no cometen jamás actos criminales, pero que son tan monstruosos como el mayor de los criminales. ¿¿Perdón??... O sea, que al final se trata de juzgar a la gente no por lo colectivo, sino por lo personal; no por sus actos, sino por sus sentimientos; no por hacer, sino por ser. ¡Pues apaga y vámonos! ¡Nada puede haber más totalitario! Por si fuera poco, añade la autora a través de su yo escénico (y esto sí es textual): “Además, no sé por qué, ser leal al criminal me hace sentir más honesta”. Pues hala, ahí queda eso. Cuando la razón no tiene razón, la voluntad es mi santa voluntad, que decía mi madre.
Desde luego, en el sustrato literario e intelectual del montaje, hay también, como he dicho antes, algunas ideas expresadas con la violencia y la pulsión literaria que caracterizan a Liddell, aunque también con su conocido efectismo.
En lo que se refiere a la puesta en escena, no se aprecia en Caridad, por desgracia, esa fuerza que tienen algunas imágenes en otros montajes suyos. A lo largo de las dos horas que dura la función, con un desarrollo sumamente lento y reiterativo, apenas hay algo que resulte sorprendente y vigoroso desde el punto de vista sensorial si no es el momento en que el bidón de una ordeñadora es arrojado al suelo derramando la leche que contiene por todo el escenario. Por lo demás, lo que cabía esperar ya: performers discapacitados, niños en situaciones supuestamente perturbadoras, animales correteando por allí sin mucha explicación y penes por doquier en torno a la vagina de la autora como centro de todo. El escándalo, para quien se quiera escandalizar, si es que queda alguien a estas alturas de la vida en Occidente, está servido. En otros espectadores, aquellos que estén más liberados, la propuesta quizá logre despertar, si acaso, caridad por su creadora después de tanto aburrimiento.