“Charlie y la fábrica de chocolate”: Willy Wonka se españoliza ★★★☆☆
Dirigida por Federico Bellone, la función apuesta por lo práctico y lo seguro
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Las historias de Roald Dahl no han dejado nunca de dar vueltas en el imaginario colectivo para adoptar, cada cierto tiempo, nuevas formas, aunque estas no fuesen del agrado de su autor. Un caso significativo es el de Charlie y la fábrica de chocolate: la novela, publicada en 1964, fue llevada a la gran pantalla con gran éxito por primera vez en 1971, en una película, hoy considerada de culto, que no convenció al escritor; en 2005, ya con Dahl fallecido, Tim Burton volvió a popularizar el relato y los personajes en todo el mundo con su renovada y aclamada aproximación cinematográfica; en 2013 se estrenó en el West End la versión musical, y en 2017 llegó a Broadway. Ahora, en 2022, la adaptación española de esta obra con partitura de Marc Shaiman y libreto de David Greig puede verse en Madrid, y no creo que haya muchos planes teatrales en esta época navideña tan atractivos para pequeños soñadores y mayores nostálgicos.
Dirigida por Federico Bellone, la función apuesta por lo práctico y lo seguro: el interés que suscita la historia –plasmada, como es habitual en este tipo de productos, en una dramaturgia bastante esquemática–; la comicidad que cabe explotar en ella teniendo un protagonista como es el actor Edu Soto, al que el papel de Willy Wonka le va como anillo al dedo en una propuesta como esta; la potencia de algunos temas musicales, como es el caso de Solo es real si lo crees, que cierra el primer acto; y el buen hacer vocal –y en algunos casos también dramático– de un nutrido elenco, bajo la batuta del siempre eficaz Julio Awad, en el que destacan –atendiendo a la configuración del reparto el día que yo vi la función– Ana Dachs, como la madre de Charlie, y Begoña Álvarez como la señora Teavee.
En cuanto a la puesta en escena, haría falta una millonada de euros para seducir al espectador, como se ha tratado de hacer aquí, recreando de manera figurativa el universo goloso de la fábrica de Willy Wonka. Menos decorados, más imaginación y un mejor empleo de la luz hubieran propiciado, tal vez, que el público construyera en su mente, a su antojo, el espacio en el que se desarrolla la acción, sin que la acartonada escenografía lo distrajera tanto en ese empeño. A pesar de todo, el desenfado y la naturalidad en la forma de contar la historia, y el sentido del ritmo –si exceptuamos la dilatadísima escena del laberinto de trampas mortales–, hacen que la función se vea con agrado, incluso cuando uno ya ha cumplido sus añitos.