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Obituario
El último adiós a Gustavo Torner, el autor de la belleza invisible
El artista era un intelectual total, capaz de pensar en términos de museografía, escenografía, tapicería o vidriera con la misma naturalidad con la que concebía una pintura o una escultura

El fallecimiento de Gustavo Torner (Cuenca, 1925-2025) implica la desaparición de una de las figuras clave del arte español de la segunda mitad del siglo XX. Su nombre aparece inscrito en esa constelación de artistas que, en un país anclado en los grises de la dictadura, supieron abrir rendijas por donde se filtraba una modernidad radical. Junto a Zóbel y Rueda, lideró el núcleo cuajado en torno al Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, que, desde 1966, marcó un punto de inflexión en la concepción del arte contemporáneo en España. Pero reducir a Torner al marco institucional sería injusto: su obra, en perpetua mutación, fue siempre un laboratorio de tensiones entre lo visible y lo invisible, entre la materia y la idea, entre el gesto íntimo y la construcción monumental.
En el imaginario colectivo, Torner quedará siempre ligado a Cuenca. La ciudad, con sus casas colgadas como un desafío al vacío, encontró en él a un interlocutor privilegiado. El Museo de Arte Abstracto Español no fue solo un contenedor de obras: fue una declaración política y estética. Torner, junto a Zóbel y Rueda, entendió que el arte podía ser un dispositivo de modernización simbólica de una ciudad de provincias y, a la vez, un epicentro para la internacionalización de la abstracción española. Ese gesto, fundacional en todos los sentidos, se sostuvo en la generosidad de Torner, quien a lo largo de los años donó más de seiscientas piezas al Museo Reina Sofía y otras ochenta y ocho al Ayuntamiento de Cuenca, dando origen al Espacio Torner.
No obstante lo dicho, su compromiso excedía el gesto museográfico; Torner era un intelectual total, capaz de pensar en términos de museografía, escenografía, tapicería o vidriera con la misma naturalidad con la que concebía una pintura o una escultura. Su figura encarna un raro ejemplo de artista que, lejos de replegarse en la torre de marfil del estudio, eligió implicarse en el devenir cultural de su ciudad, situándola en el mapa internacional del arte. Esa voluntad de convertir Cuenca en metáfora de un país capaz de reimaginarse estéticamente constituye uno de sus mayores legados.
La trayectoria de Torner se despliega como una exploración sistemática de los límites. Desde sus inicios figurativos en los años cincuenta hasta sus abstracciones matéricas y conceptuales, su obra mantiene una coherencia secreta: la búsqueda de lo que algunos de sus principales estudiosos han dado en llamar “la belleza invisible”. Esa belleza no se expresa en la evidencia formal, sino en la sugerencia, en el pliegue que desvela que la realidad está compuesta por estratos ocultos. Sus planteamientos alcanzaron mayor complejidad a mediados de los sesenta, cuando abandonó el lienzo tradicional y se lanzó a experimentar con maderas, metales, nailon, plásticos o piel sintética.
Cada material se convertía en un detonante expresivo, y el cuadro pasaba a ser un campo expandido en el que la pintura se abría a la objetualidad. No se trataba de una abstracción desligada del mundo, sino de una abstracción que nacía de la fidelidad radical a lo real: fijarse en una grieta de una roca, en una oquedad, y descubrir allí la posibilidad de una imagen abstracta. Ese tránsito del hiperrealismo a la abstracción constituye una de sus aportaciones más originales al arte de su tiempo.
La década de 1971 a 1977 estuvo marcada por su dedicación a la escultura. Grandes piezas geométricas, de apariencia simple pero de compleja factura, integraban electricidad, agua y toda suerte de recursos técnicos. Esa simplicidad formal era el vehículo para interrogar la densidad del espacio. En todas sus obras, ya fueran pictóricas o tridimensionales, se impone una rigurosa conciencia constructiva. Dividir la superficie en campos cromáticos y matéricos, experimentar con arenas, feldespatos o látex, agotar las posibilidades expresivas de cada material se convirtió en una metodología rigurosa que lo vinculaba tanto al informalismo como al Nuevo Realismo francés, aunque siempre desde la preservación de una voz propia. Su obra constituye, en definitiva, un ejercicio de resistencia simbólica: resistencia a la banalidad, resistencia a la reducción del arte a mercancía, resistencia al olvido de que lo humano se define tanto por la violencia como por la capacidad de crear. Con su muerte, desaparece uno de los últimos grandes protagonistas de la modernidad española. Pero permanece su lección: la belleza invisible como forma de dignidad.
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