¿Un falso final para «Juego de tronos»?
La literatura y la televisión obedecen a relojes creativos distintos. Su tiempo discurre por raíles separados, más perpendiculares que paralelos en ocasiones. Una realidad a la que es ajena esta sociedad de consumo, con sus premuras ineludibles que muchas veces obliga a conjunciones extrañas o «contra natura». La pequeña pantalla se ha convertido en un sumidero de atenciones inauditas y friquismos que hay que satisfacer (a lo mejor hay que decir «alimentar»), porque la peña hoy está hecha de un espectro de ansiedades más que de cierta serenidad. Pero, sobre todo, porque la cuota de pantalla es lo que atrae la publicidad, la pasta, vamos, que es lo que verdaderamente vale, tanto en la caja tonta como en las redes sociales, ese patio trasero de la realidad que parece de recreo, pero que no es más que otro bazar solapado de mercancías. El «share» de antaño, no nos habíamos dado cuenta, no era más que el anticipo de esa actual esclavitud que es el «click» en internet, que bastantes veces no es más que la tiranía de lo anecdótico sobre lo sustancial. Ese Camelot moderno que es «Juego de tronos» nos ha dado abundantes horas de tele y ha hecho dinero como para forrar el Everest en dólares. Pero también ha traído consigo una de estas incongruencias que antes se procuraban evitar y que ahora solo se asumen con resignación. Los telespectadores andan revueltos con la última temporada del asunto este de los dragones y los caminantes blancos. Y a más de un despistado le ha caído bronca por andar por ahí haciendo «spoiler» de capítulos sin que nadie haya reparado en el detalle, a lo mejor es que importa un rábano, en que la serie en sí misma es el mayor «spoiler» que se ha hecho de la historia. Aquí al escritor, a George R. R. Martin, un tipo con algunas arrobas de más en la cintura, aspecto de capitán de barco y un parecido con los enanitos de Blancanieves que más que tranquilizar, asusta, le ha caído el marronazo de destripar su saga antes de publicar su última entrega. La traductora española, Cristina Macía, aguarda con impaciencia el momento de verter al español el desenlace, cuando lo cierto es que las plataformas digitales lo están machando a la constante y televisiva velocidad de un capítulo por semana. La impaciencia es uno de los signos de los niños malcriados, ese gesto de lo quiero ya y dámelo, que no tengo por qué esperar. Y los productores de series serán buenos levantando decorados, pero como padres de generaciones de televidentes no valen un carajo. De momento, le habrán dicho al bueno de Martin que espabile y que se deje de rondallas verbales, que lo que cuenta es el dinero invertido y no el arte. Así vamos viendo cómo hay obras que empiezan siendo libros y acaban como películas o en el capítulo de una serie. Si Martin, que, aparte de escritor es simpático, tuviera retranca, o sea, mala leche, les servía a los productores un final para tirar y se reservaba el bueno para los libros. Como broma literaria sería formidable. Y, como, venganza, también.