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Una guerra con muchos finales

La mayoría de los jefes republicanos, como Azaña, dieron por terminada la matanza tras la derrota en Cataluña. Negrín y Los comunistas, el 5 de marzo.
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  • Nacido el 29 de junio de 1956 en Madrid. Casado, cuatro hijos. Licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid. Comenzó a trabajar en 1974 en el diario ABC. Fue jefe de Reportajes de la revista Época y director de la revista La Linterna. Forma parte del equipo fundacional de LA RAZÓN. Es autor de dos libros de investigación sobre la Guerra Civil ("El Crimen que desató la Guerra Civil" y "La historia oculta del PSOE en la Guerra Civil") y de un libro de recopilación de reportajes ("Viajes desaconsejables). Es patrón de yate.

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La mayoría de los jefes republicanos, como Azaña, dieron por terminada la matanza tras la derrota en Cataluña. Negrín y Los comunistas, el 5 de marzo.
Para los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España, la Guerra Civil, al menos en lo que a ellos les concernía, había terminado el 5 de marzo de 1939. Esa mañana, en el aeródromo de Monovar, Palmiro Togliatti había preguntado a Mosdesto y a Líster si creían que el Partido había desaprovechado alguna ocasión de tomar el poder. Todos los presentes, entre ellos Manuel Tagueña, que dio testimonio exacto, concluyeron que, en efecto, el Partido no había desaprovechado ninguna ocasión, pero que no le había sido posible consumarlo. Cubierta la responsabilidad, comenzó la fuga. Esa misma tarde partieron en avión los principales jefes militares comunistas junto con Vicente Uribe e Irene Falcón, Al día siguiente, con el golpe del coronel Segismundo Casado ya confirmado en Madrid, lo hacían el presidente del Gobierno, Juan Negrín, y su ministro de Estado, Álvarez del Vayo. Antes, camino de Argelia, habían salido en un «Dragón Rapide», suprema ironía, Dolores Ibarrruri, «La Pasionaria», y el general Antonio Cordón. Rafel Alberti y su mujer, María Teresa de León, les siguieron en otro «Dragón». Nada podría reprochárseles –al fin y al cabo, el presidente de la República, Manuel Azaña; el jefe del Ejército, Vicente Rojo, y el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, ni siquiera habían regresado a España tras la derrota en Cataluña– de no ser porque nadie había considerado importante comunicar la decisión que había tomado Togliatti a los camaradas que se habían quedado en Madrid. Pero para esos camaradas, ayunos de información, la guerra no sólo no había terminado, sino que se complicaba. Al amanecer del 6 de marzo, las brigadas comunistas desplegadas en Madrid, convergían hacia la capital para parar el golpe de Casado, José Miaja y Julián Besteiro. Si Tagueña, que se había batido el cobre hasta el final en la desastrosa retirada de Cataluña, dibujó la realidad de aquel Madrid de marzo con tintes derrotistas («Lo más deprimente era ver la muchedumbre que llenaba las calles, cafés, cines, teatros y centros de diversión, con público heterogéneo, donde abundaban las mujeres y los uniformes. No se veían patrullas y, aprate de las casas destruidas y los grandes agujeros en las fachadas causados por los cañonzaos enemigos, nada hacía pensar en una ciudad sitiada») , lo cierto es que los camaradas, con los coroneles Guillermo Ascanio, Luis Barceló y José Sánchez al frente, estaban combatiendo de firme y habían acorralado a la fuerzas casadistas en el centro de Madrid. Ascanio, había tomado el centro de mando de Casado, la posición «Jaca», situada en un bunker –que hoy se puede visitar– bajo el parque del Capricho, en la Alameda de Osuna, pero el coronel golpista, que había trasladado su Estado Mayor al sótano del Ministerio de Hacienda, ya no estaba allí. El pato lo pagaron tres de sus oficiales –Joaquín Otero Ferrer, José Pérez Gazzolo y Arnoldo Fernández Urbano– fusilados sobre la marcha. El ocho de marzo, los comunistas se habían hecho con el principal arsenal, situado en el Teatro Real; el centro militar de comuniaciones, en el Palació Real, y la telefónica. Desde Burgos, Francisco Franco ordena un «reconocimiento en fuerza» sobre las líneas de la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, para tratar de aliviar la presión sobre los casadistas, con quienes se mantenían conversaciones de paz desde hacía, por lo menos, un mes, que habían trasladado a Burgos lo apurado de su situación. La operación nacional se estrella contra las defensas republicanas, que aguantan, como siempre en Madrid. El hecho de que un comandate franquista, Ramón Lloro Regales, desequlibrado mentalmente por el alcohol, se pasara al enemigo la víspera del ataque, no debió influir mucho. De hecho, aunque fue condenado a muerte, le conmutaron la sentencia. Son, seguramente, los últimos muertos nacionales en el frente –el periodista e historiador Pedro Corral recoge en su obra «Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil» los partes de bajas, que suman 94 muertos y 365 heridos– y no parece que fueran decisivos en la derrota final de los comunistas. Sí, la intervención de la divisiones anarquistas de Cipriano Mera, llegadas a marchas forzadas desde el frente de Guadalajara, y la aproximación de varias divisiones afectas al nuevo Consejo nacional de Defensa desde Valencia. El 12, la resistencia comunista cesa. Los fusilamientos de la posición «Jaca» los paga con su vida Luis Barceló, ejecutado sumariamente. Héroe de Madrid en las batallas de julio de 1936, moría a manos de sus antiguos compañeros. Por cierto, que el último prisionero al que interrogó fue el comandante Lloro. Concluyó que estaba loco. Después, es sabido. Tras unas agónica negociaciones para conseguir una rendición sin represalias, que Franco no aceptó, los ejércitos que le quedaban a la República –800.000 mil hombres y dos centenares de aviones– se rindieron a discreción. Huída la flota republicana desde el 6 de marzo, miles de combatientes rojos se quedaron bloqueados en los puertos del Levante. En el de Alicantes, cuando asomaron las primeras boinas rojas, unas docenas de soldados prefirieron suicidarse. El 28 de marzo, ya sin pegar un tiro, los nacionales entraban en Madrid. El primero fue un teniente de Ingenieros, José María de Iturriaga, que, paseo de Rosales arriba, llegó a la Plaza de España. Y, al principio, tímidamente, comenzaron a escucharse los primeros gritos de Arriba Franco.

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