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La virilidad según Cary Grant

Las nuevas generaciones pueden descubrir en el actor Cary Grant una virilidad alternativa
Cary Grant (derecha) con su amante Randolph Scott; abajo, Scotty Bowers. Foto: Bob Maddoxlarazon

Madrid Creada:

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En los años dorados del Hollywood, Josef von Sternberg aseveró: «Marlene Dietrich soy yo». Cary Grant fue más lejos: se inventó a sí mismo. Ambos tenían razón. Sternberg, porque hizo de la estrella alemana un mito, y Grant porque aprendió de Sternberg, cuando le cambió la raya del pelo de lado en «La Venus rubia» (1932), a inventarse como ideal: «Fingí ser alguien que deseaba ser, hasta que finalmente me convertí en esa persona. O él se convirtió en mí.»
En esta escisión residía la genialidad del arte interpretativo de Cary Grant y su facilidad para ser ese otro. Dejaba traslucir tras su máscara de elegante seductor romántico su lado más oculto y oscuro. Esa parte que apenas mantenía a raya y que Hitchcock supo evidenciar en todas las películas que hicieron juntos.
En «Sospecha», tras la elegante apostura de galán, Cary Grant dejaba ver esa parte oscura. Pero tuvo que cambiar el final, ante el enfado del Estudio, y dejar en simple sospecha la maldad del gigoló que interpretaba Cary Grant.
Ese elegante gigoló formaba parte de su aprendizaje en sus años en Broadway, cuando alternaba trabajos esporádicos en el teatro con salidas de acompañante de mujeres ricas. Se anunciaban como «servicios sociales» a precios muy razonables. Eso le permitió aprender de la clase alta norteamericana su forma de hablar, su gestualidad y maneras sociales para cambiar su acento de Bristol e interpretar a un elegante caballero neoyorquino de la alta sociedad.
Por su apostura —medía 1,87— y su decorosa forma de comportarse con las damas que lo adquirían, Archie Leach se convirtió en el playboy más deseado de Nueva York. Cuando llegó a Hollywood, Mae West le echó el ojo: «Si sabe hablar me lo quedo». El fue su un elegante y sofisticado playboy en dos de sus mejores películas. Con ella aprendió que debía dejar de ser un seductor para convertirse en alguien deseado y difícilmente alcanzable.
Así se inventó Cary Grant, más allá de su nombre, su sonrisa traviesa, el hoyuelo en la barbilla y su apostura, sólo comparable con otro gigante de ascendencia británica, Gary Cooper, a quien sustituía en los papeles que éste rechazaba. Ambos fueron los galanes románticos más guapos de los años 30. Ambos compartieron estrellato con rutilantes estrellas, pero mientras que Cooper fue un amante voraz y deseado por sus prestaciones sexuales, Cary Grant nunca destacó por su sexualidad.
En sus años en Broadway estuvo liado con el diseñador Orry-Kelly, a quien dejó por el productor Reginald Hammerstein, hermano de Oscar, por un contrato teatral de un año. Con ninguno de los dos amantes se mostraba muy recatado públicamente. Lo mismo que en Hollywood, cuando se enamoró de Randolph Scott, relación que duró once años, fue reprendido por la Paramount por mostrar tan abiertamente su homosexualidad.
En cuanto a su bisexualidad, él mismo admitió que le atraían las mujeres que su parecían a su madre. Con cuatro de ellas reprodujo las discusiones interminables de sus padres, que acababan en sonoros divorcios.
Su imponente apostura le hizo uno de los hombre más deseados del mundo. Primero fue un galán de esmoquin. Luego en un actor dotado para la comedia disparatada, de diálogos veloces, como «La fiera de mi niña» (1938) y «Luna nueva», (1940) de Howard Hawks, e «Historias de Filadelfia» (1940) de Cukor.
Cary Grant pasó de los dramas de Hitchcock, donde descubría sus dotes para interpretar con aparente sencillez a personajes tan elegantes como oscuros o malvados en «Sospecha» (1941) y «Encadenados» (1946), a galán romántico maduro en «Tú y yo» (1957) y en «Con la muerte en los talones» (1959).
El fue el máximo representante de una nueva masculinidad glamourosa, una combinación de dulce encanto y fría fachada con una sexualidad fluida. Un divertido granuja descubierto por las nuevas generaciones por su suave y amable virilidad.

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