Amarcord
Auge y caída del Morrosko de Cestona
Urtain fue uno de los rostros más populares durante los últimos años del franquismo y el 3 de abril de 1970 se proclamó campeón de Europa de los pesados. Fue una estrella que no supo gestionar la fama
El tardofranquismo fue un periodo de apertura en el que el régimen anterior, deseoso de mostrar al mundo su cara más amable, se afanó en la exportación del talento español en cualquier ámbito de la cultura popular. Desde El Cordobés a Massiel, con sus ayuditas diplomáticas para que triunfase en Eurovisión, pasando por algunos deportistas que empezaban a brotar por generación espontánea en la paramera nacional. Uno de ellos, seguramente el más mimado desde El Pardo, fue el boxeador José Manuel Ibar Azpiazu, Urtain en los carteles por el nombre del caserío donde nació y Morrosko de Cestona por la villa guipuzcoana en la que destacó como deportista rural.
Urtain fue aizkolari -cortador de troncos- y harrijasotzaile -levantador de piedras-, disciplina en la que llegó a izar bloques de 250 kilos y a completar una serie, récord en su época, de 192 alzamientos de un quintal. El descubridor de sus habilidades pugilísticas, José Lizarazu, fue un hábil empresario donostiarra que lo hizo debutar sobre el ring a la respetable edad de 25 años en una pelea contra un paquete al que despachó en quince segundos. A partir de tan llamativo estreno, la Delegación Nacional de Deportes, dependiente de Falange, tomó el control de su carrera hasta llevarlo al título continental de los pesos pesados.
La carrera del boxeador guipuzcoano fue meteórica. En apenas dieciocho meses, ascendió en el ranking hasta ganarse el derecho a pelear por el Campeonato de Europa de los pesos pesados. Gracias a su pegada de mamut, en gran medida, pero sin restar demérito a la veintena larga de rivales de medio pelo que le apañó una Federación Española al servicio de su causa. Sus veinticuatro primeros combates terminaron antes del límite, el más tardío en el sexto asalto, hasta donde aguantó en Irún el guineano Macan Keita, aunque es cierto que ninguno de sus contrincantes tiene capítulo propio en la historia del boxeo. Ni siquiera un mísero renglón.
Peter Weiland era un honesto púgil alemán, compacto y fajador, que acababa de conquistar el título continental de los pesos pesados tras propinar un expeditivo KO a Bernard Thebault. El viejo Palacio de los Deportes madrileño reventó de público hostil hacia el germano, un antiguo minero que pesa casi veinte kilos más que Urtain (106 contra 88). El genio de Manuel Alcántara narra en una crónica inolvidable que el vasco «no boxea, pega coces» a un rival que besa la lona en el primer asalto, tras un crochet en la barbilla.
Mediado el tercer asalto, Weiland ya ha recibido tres cuentas de protección, pero, escribe el maestro, «se vuelve a levantar con cara de estar perdido en el puerto de Hamburgo». Le falta aire a Urtain, que nunca se las vio con un encajador tan estoico ni sufrió el rigor de una pelea larga. En el quinto round, el español recibe un gancho en el hígado «que llevaba una esquela dentro y lo parte en dos». Tras el séptimo campanazo, el guipuzcoano debe jugársela a cara o cruz. Va con todo y gana. Resume Alcántara: «Los tremendos hachazos en los parietales hubieran derribado a un elefante y derribaron a Weiland. Si Urtain aprende a boxear, estamos ante Rocky Marciano. Si no, estamos ante un hombre que será machacado».
La celebración, en la línea errática que venía mostrando Urtain, es una sucesión de desafueros. El campeón está descontrolado y nadie puede convencerlo de que entrene como es debido para defender su título, que pone en juego con éxito en Barcelona (bate a los puntos a Jürgen Blin, otro alemán, en una decisión más que discutible) y pierde en noviembre en Londres contra el local Henry Cooper, su primer rival de auténtica élite. Después, la típica historia, triste, del juguete roto que, arruinado y alcohólico, pone fin a sus días tirándose desde un balcón. Acababa de cumplir 49 años.
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