Editorial

El bazar chino, como termómetro de crisis

Es una confluencia de normas burocráticas asfixiantes, altos impuestos, alquileres cada vez más elevados, costes laborales fuera de toda lógica, salvo para las arcas del Gobierno, y, con especial incidencia, la generalización del comercio electrónico.

Bazares chinos en Madrid
Bazares chinos en Madrid. David JarDavid JarFotógrafos

Desde hace algunos meses no es infrecuente el cierre o el cambio de negocio de los omnipresentes bazares chinos, pero la batalla arancelaria desatada por Donald Trump ha disparado en la opinión pública la alarma ante un fenómeno ni nuevo ni generalizado, como si los comerciantes asiáticos supieran algo que los autóctonos desconocemos y recogieran velas ante la inminencia de una crisis económica tan destructiva como la de 2008, por no remontarnos a los ejemplos clásicos del crack del 29 y sucesivos. Por supuesto, no se trata de quitar hierro a la política, cuando menos, insólita de la Casa Blanca y a sus inevitables consecuencias para la salud del comercio global y de los mercados, incluidos los financieros.

Algunas de las últimas decisiones del mandatario norteamericano, salvando de los aranceles a productos electrónicos, como ordenadores o teléfonos móviles inteligentes, demuestran lo absurdo de una guerra de la que nadie saldrá beneficiado, mucho menos unos Estados Unidos que no tienen capacidad industrial en el medio plazo para producir localmente y a precios competitivos una producción que lleva décadas deslocalizada y cuyas tecnologías punteras han dejado de ser monopolio de Occidente.

Ahora bien, los problemas del comercio de proximidad chino en España no responden a oscuras claves, sino a la realidad que vive en general el pequeño comercio en toda España, que afronta una grave crisis que está provocando el cierre de 26 establecimientos diarios, con más de 9.000 clausuras hasta marzo de este año. Como hoy publica LA RAZÓN, tal vez los residentes en España chinos tomen las decisiones empresariales mucho más rápido porque no tienen el mismo apego a sus negocios que los comerciantes locales y cuando la tienda no va bien, cierran y a otra cosa, pero sus problemas son los mismos que afronta todo el sector, especialmente aquellos comercios de bajos márgenes en los centros de las ciudades. Es una confluencia de normas burocráticas asfixiantes, altos impuestos, alquileres cada vez más elevados, costes laborales fuera de toda lógica, salvo para las arcas del Gobierno, y, con especial incidencia, la generalización del comercio electrónico, combinado con el imparable desarrollo de las plataformas de distribución a domicilio, con costes de producción muy por debajo de los que sufre el mercado minorista.

Tal es así, que Donald Trump ha puesto el ojo en ese tipo de transacciones, que suponen el envío de más de mil millones de paquetes al año desde China a Estados Unidos, a los que apenas se tasa impositivamente si su valor está por debajo de los 600 dólares por envío, como un intento a la desesperada de evitar la destrucción del comercio local. Y ello, contando con unas políticas fiscales de apoyo a la iniciativa privada que en la España de Sánchez suenan a ciencia ficción.