Editorial
Llarena defiende el imperio de la Ley
Llarena ha cumplido con su deber. La democracia debe respetarse a sí misma. Todos somos iguales ante la Ley, que debe imponerse. Tarde más o tarde menos.
Carles Puigdemont entró y salió del territorio nacional sin impedimento alguno. Con absoluta tranquilidad y sin mayores zozobras, con luz y taquígrafos, el expresidente compareció conforme a la previsión conocida en un acto político en el centro de Barcelona. Llegó, habló y se fue entre el jolgorio de sus seguidores que lo aguardaban expectantes en torno al escenario que el ayuntamiento de la capital había tolerado con una complicidad que sonroja. Sobre Puigdemont pesaba y pesa una orden de busca y captura por presuntos delitos relacionados con el procés separatista, pero no fue óbice para que las fuerzas de seguridad practicaran el arresto conforme al mandato imperativo de la Justicia. El ministro Grande-Marlaska, las entonces autoridades independentistas de la Generalitat y los responsables de los Mossos articularon una narrativa exculpatoria que rozó lo grotesco y lo irrespetuoso. Ensalzaron la habilidad del fugitivo y sus colaboradores, las adversas circunstancias derivadas de la aglomeración popular y, en definitiva, la asunción de un error sin mayor recorrido ni relevancia por más que penoso. En un estado de derecho pleno resulta intolerable que aquellos que tienen el deber de someterse al derecho y de cumplir y hacer cumplir las leyes esquiven esa obligación bajo subterfugios y coartadas inenarrables, como las que se plantearon en esta oportunidad especialmente desde el departamento de Grande-Marlaska y los mandos de la policía autonómica.
El juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena ha salido al paso de esas presuntas conductas dolosas y en defensa del estado de derecho que no fue amparado ni defendido por los servidores públicos a los que se presupone tal función. A diferencia de los informes aportados por los Mossos d’Esquadra y el Ministerio del Interior sobre la fuga del ex presidente catalán, el magistrado concluye que se le pudo detener antes y después de su perorata. En la diligencia que remite el caso a los juzgados de Barcelona ve posibles conductas punibles previstas en los artículos 408 y 451.3.b del Código Penal, que castigan la omisión del deber de perseguir delitos y el encubrimiento cometido por parte de funcionarios. La exposición de Llarena remite a la aplicación del ordenamiento con sentido común y rectitud sobre unos hechos que se desarrollaron a plena luz del día, con publicidad y alevosía, y que además fueron grabados en su totalidad, incluido el recorrido de la retirada por las calles aledañas al lugar del aquelarre independentista. Resulta literalmente imposible que todo este montaje tuviera el éxito que cosechó sin la complicidad de una manera u otra de todas las autoridades competentes en seguridad interior y exterior. Llarena ha cumplido con su deber. La democracia debe respetarse a sí misma. Todos somos iguales ante la Ley, que debe imponerse. Tarde más o tarde menos. Bajo el sanchismo se ha convertido en una cuestión de dignidad para el Estado.
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