AULA
Hacia una transición educativa de base digital
2020 el año que decidimos que había que cambiar las cosas.
Los computadores domésticos, la conexión a Internet y las plataformas con herramientas docentes y videoconferencia se han convertido en infraestructuras críticas para mantener la actividad académica en colegios, institutos y universidades de todo el Mundo desde que comenzó la pandemia; aunque con desigual aplicación en función de los países, del empeño de las instituciones educativas y de los recursos materiales y de infraestructuras de los estudiantes o de sus familias.
La tecnología ha permitido aliviar el frenazo en seco que se habría producido en el ámbito formativo si este acontecimiento planetario se hubiera producido diez o veinte años antes.
Pero esta solución de emergencia y de “transformación digital a las bravas” deja al descubierto muchos problemas del modelo educativo, que quizá encuentre en la terrible pandemia el catalizador de su transformación.
Debe tenerse en cuenta que el modelo educativo preponderante en España es heredero de una errática y caprichosa sucesión de reformas. Cambia periódicamente de nombre y de acrónimo; y se ha configurado, casi, como un arma partidista legislatura tras legislatura, nos guste o no reconocerlo. Su fondo se ha quedado anclado en el S. XX: un mismo escenario para funciones y actores que sí evolucionan y cambian cada temporada. A ello se ha sumado la fragmentación en competencias territoriales y otras cuestiones más complejas; además del buen propósito, pero controvertido resultado, del rol de las agencias de evaluación de la calidad, todo lo cual parece haber burocratizado al extremo la gestión académica, además de, muy posiblemente, cercenar iniciativas de flexibilidad de los planes de estudio; apagando los conatos de dinamismo como la mano que apaga la vela, con un corsé normativo complejo, cambiante y plagado de una terminología no siempre fácil de interpretar.
La pandemia ha puesto en entredicho algunos mecanismos de gestión y control del sistema, pues las restricciones a la presencialidad, la dificultad de ejercer la labor de “inspección policial remota” en los domicilios de los examinandos y la facilidad que las nuevas tecnologías aportan para “crear, copiar o retocar”, descolocan los patrones clásicos de la evaluación y los exámenes.
La tecnología ha irrumpido con fuerza como un nuevo elemento estratégico del método educativo. Ahora la tecnología es un medio y también un fin, pues debe tenerse en cuenta que, como ya indicaba Tinbergen (1974) y hace unos años Goldin y Katz (2008), la tecnología es más complementaria con empleos más cualificados; argumento reforzado por quienes demuestran que la tecnología complementa a empleos con tareas abstractas y no rutinarias; que no afecta a tareas manuales no rutinarias, pero sí es contundente cuando se trata de empleos con tareas rutinarias(Autor, Katz y Kearney, 2006) y crecientemente automatizables.
Actualmente opera un modelo educativo con “muchos ingredientes y poco arroz” que está comprimiendo, sin intersección, dos métodos de aprendizaje: el tradicional y de base memorística clásica; intensivo en número de horas de clase y estudio individual; y el modelo moderno, basado en el trabajo en equipo, la participación de los estudiantes, la experimentación, el desarrollo de proyectos de emprendimiento, el interés por estimular capacidades e, incluso, la enseñanza de las llamadas habilidades blandas y tecnológicas. El resultado está creando una suerte de “estudiante atrapado en un bocadillo” comprimido por la dificultad de integrar en una jornada diaria ambos modelos, sufriendo bajo el duelo de dos titanes: el de la formación preponderante en conocimientos y el de la formación preponderante en competencias, como si ambos no pudieran conciliarse.
Si las clases a distancia se han podido cubrir de un modo más o menos glorioso durante el confinamiento, la cuestión de la evaluación se ha convertido en un rompecabezas absoluto; pues quizá, más que un sistema de formación o educación, hemos creado un sistema de inspección y de supervisión que ahora se queda casi ciego, pues se empeña con muy relativo éxito, en anteponer la reducción de la tendencia al fraude de los estudiantes al cultivo de las competencias que precisan. Afortunadamente, también la tecnología está aportando relevantes soluciones (vigilancia remota o proctoring), pero estos meses hemos comprobado que no es infalible. Durante estos meses la sagacidad e ingenio de algunos estudiantes menos honorables les ha convertido en verdaderos expertos en sortear los controles de seguridad establecidos.
Debemos ser conscientes de que el modelo de enseñanza del siglo XX cumplió su función en ese siglo, y lo hizo bien en el contexto de los medios, de la sociedad y del perfil de las profesiones de esa época, como lo hicieron otros modelos en siglos anteriores, aunque a veces fueran otras las formas -pues muchos recordamos el tirón de orejas o el palo de madera en la mano del maestro, que hoy habría supuesto inhabilitación y penas de cárcel para el agresor-.
El modelo del S. XXI debe ser otro, debe replantearse y debe ser un “reset” y obligar a pensar fuera de la caja, desterrando inercias. Estamos viviendo ya en una sociedad digital y está quedando atrás la anterior sociedad industrial. Vivimos en la llamada era de la industria 4.0 y es posible que, en algunas facetas, el modelo educativo siga anclado en la versión 2.0 o 3.0, con suerte.
La tecnología se revela como una herramienta clave para modernizar no sólo los procesos o los medios docentes sino, también, el propio objetivo de la enseñanza, la motivación de los estudiantes y la eficiencia de los ingentes recursos empleados en el sector educativo.
La tecnología está permitiendo que la educación pueda ser verdaderamente global y pueda enfocarse de otro modo.
Con el tiempo, muchas titulaciones serán híbridas entre lo presencial y lo virtual, pues cierto es que la presencialidad aporta también sociabilización y el necesario contacto humano, aunque igualmente es cierto que muchas asignaturas pueden impartirse perfectamente online y, en pocos años, mediante hologramas que transmitan una “presencialidad artificial” como medio de enfatizar los contenidos con profesores humanos o “casi humanos”.
La tecnología facilita la interdisciplinariedad.
Se puede aliar con los llamados Grados Abiertos que permiten la matriculación de alumnos en asignaturas de diversos estudios o facultades y, porqué no, también de universidades. Si la universidad es universal, ¿Por qué no puede un estudiante seleccionar asignaturas de la carrera y la universidad que quiera y construir un currículo de conocimientos y competencias conforme a sus mejores habilidades y preferencias? Se puede desarrollar un sistema que acumule los créditos obtenidos (blockchain puede ser una tecnología idónea para ello) y registre las asignaturas y el centro donde se han cursado. Sobre esa base, una capa de procesamiento mediante inteligencia artificial generaría un perfil de la ponderación porcentual por ámbitos de conocimiento del estudiante, que podría tener, por ejemplo, un CV con un 25% de biólogo, un 40% de ingeniero informático, un 20% de economía y negocios, un 10% de derecho y un 5% de filosofía. No importa cómo se podría llamar su título, pues muchas empresas le contratarían por su perfil, por las competencias que pueda mostrar y por su actitud y habilidades potenciales para el puesto de trabajo.
Quizá el reto principal de la educación online es ser suficientemente atractiva como para retener la atención del estudiante, provocar su disfrute y fidelizarle. Si los videojuegos han llegado a generar adicción a través de una pantalla, ¿cómo podemos estimular el consumo de aprendizaje en esa misma pantalla?. Seguramente que una adecuada combinación de videojuego y aprendizaje es la solución.
En la fase de confinamiento de la pandemia, colegiales y universitarios han pasado abruptamente a un nuevo modelo de formación que funciona en una pantalla, pero que no es tan atractivo como un videojuego. Los desarrolladores de plataformas de formación (Blackboard, Teams, Canvas, Moodle y otras) se afanan en hacerlas cada vez más atractivas y funcionales, aunque tienen aún mucho recorrido por delante.
La inteligencia artificial puede contribuir muy positivamente al aprendizaje de niños, jóvenes y mayores. De hecho, ya se está aplicando con robots interactivos para niños, con asistentes virtuales y con software específico que percibe los resultados del aprendizaje, las distracciones o interés del estudiante, su ritmo de comprensión de conocimientos, etc. Además, la IA tiene una paciencia infinita, mayor que la de cualquier docente, pudiendo adaptarse a las necesidades especiales de los alumnos.
La inteligencia artificial aprende de cómo sus usuarios aprenden. La IA detecta perfiles, se adapta al usuario e incluso puede detectar intereses y aficiones. Podrá segmentar y potenciar cualidades diferenciales como lo hacen actualmente muchos educadores verdaderamente implicados en su vocación docente.
Pero estamos aún en los albores de la aplicación de la IA en el ámbito educativo, aunque sí podemos imaginar el futuro cercano. En conversaciones “visionarias” con mis compañeros, imaginamos el diseño de mundos virtuales para conseguir experiencias inmersivas de aprendizaje. Los estudiantes tendrían avatares que se conducirían por senderos de enseñanza con máxima capacidad sensorial e ilimitadas opciones formativas. Ello podría mejorar sustancialmente el interés e involucración de los estudiantes y, permitiría a los docentes centrarse en ser orientadores y creadores de recursos formativos para esos mundos virtuales. Quizá queda tiempo aun para que estos planteamientos, que ya se están probando, se generalicen en el sistema educativo, pero serán cada vez más factibles a medida que la IA, combinada con otras tecnologías, se vaya desarrollando.
Muchas materias pueden incorporar recursos educativos incluso superiores a los disponibles presencialmente, como contenidos audiovisuales e interactivos de calidad, entrevistas con expertos, o experiencias inmersivas con gafas de realidad virtual o aumentada.
El modelo educativo requiere un repensamiento, una reinvención o una deconstrucción, pues la información ya no es escasa sino sobreabundante y fácilmente accesible. El profesor ya ha dejado de ser la fuente exclusiva de conocimiento; y el futuro profesional demanda otras capacidades y habilidades diferentes a las de la ya pasada sociedad industrial.
Habrá que vencer la resistencia al cambio, pues no ayuda a buscar soluciones cuando cambia el entorno.
Tecnología y docentes tendrán que caminar más que juntos en el futuro para mejorar el modelo educativo, motivar a los estudiantes y prepararles para la nueva era digital que ha claramente ha nacido en el año 2020.
Tras muchos años de experiencia como estudiantes y luego como docentes en aquel modelo educativo de los años ochenta-noventa, más orientado a crear discos duros andantes y opositores, nos damos cuenta, probablemente igual que muchos otros, de que el mundo ha cambiado y que la transformación de la sociedad reclama una transformación verdadera de las bases del modelo educativo, particularmente del español, guste o no guste.
Sería oportuno un cambio para que no podamos repetir en el futuro la frase: ¡Tanto tuve que estudiar que no tuve tiempo de aprender!
Este artículo ha sido escrito por Ricardo Palomo (Decano Facultad CC. Económicas y Delegado de la Rectora para Transformación Digital), Iñaki BILBAO (Vicerrector de Transformación Digital) y Juan Manuel Corpa (Coordinador de Embajadores Digitales CEU).
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