Opinión

¿Qué se espera de la universidad?

Varias estudiantes se examinan de las pruebas de acceso a la Universidad en el Edificio Politécnico de Orense
Varias estudiantes se examinan de las pruebas de acceso a la Universidad en el Edificio Politécnico de OrenseBrais LorenzoEFE

La pandemia ha hecho que la universidad, donde las innovaciones muchas veces tardan en permear a las aulas, se haya, en apenas un año, transformado de forma significativa. Todos los involucrados; Administraciones, docentes, estudiantes, etc. se vieron arrastrados desde el primer trimestre de 2020 a una búsqueda de soluciones que evitasen una pérdida irreparable en la formación de los jóvenes. Ismael Sanz, Ana Capilla y yo acabamos de revisar, en un informe para la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), la evidencia empírica de las pérdidas que han sufrido aquellos que han visto cerradas sus aulas. A pesar de las divergencias en métodos y recolección de datos, todos los resultados son unánimes a la hora de detectar menoscabos en la adquisición de competencias y conocimientos que se traducen en pérdidas de bienestar futuro. En un artículo recientemente publicado, los profesores de Harvard Dani Rodrik y Stafenie Stancheva señalan que cuando se les pregunta a los ciudadanos, independientemente de su nivel socio-económico, qué esperan para su futuro y el de sus hijos, mayoritariamente señalan que lo que desean es un «buen trabajo». Cómo tales entienden aquel que les permitiría tener una familia de forma desahogada, conforme a sus expectativas y crecer y desarrollarse en él para tener una satisfacción personal derivada de su participación en la sociedad.

En este momento los modelos que debían asegurar estas aspiraciones de la ciudadanía están fracasando: La tasa de desempleo juvenil en España se mantiene entre las más altas de la OCDE. Es cierto que finalizar estudios universitarios favorece encontrar empleo y la calidad del mismo. Se está produciendo una combinación de innovaciones tecnológicas y económicas está creando o exacerbando el dualismo productivo/tecnológico. Existe una realidad donde un segmento de la producción en las áreas metropolitanas prospera gracias a la economía del conocimiento, mientras que otra parte de la sociedad se ve excluida, lejos de los beneficios generados por la nueva revolución industrial.

El resultado es que una masa de actividades y comunidades menos productivas no contribuyen a la innovación ni se benefician de ella. Se está produciendo un aumento de la desigualdad y de las perspectivas de futuro para aquellos excluidos. Lo más preocupante sin embargo es que actualmente no se ofrece ninguna alternativa convincente que permita pensar que está va a ser solamente una fase temporal como lo fue en anteriores revoluciones industriales.

Una serie de empresas y de jóvenes egresados en unas áreas muy concretas (fundamentalmente aquellas vinculadas a las ciencias, TIC, y similares, conocidas como STEM) se están beneficiando de estos cambios y están consiguiendo rentabilizar sus habilidades y formación generando empresas cada vez más competitivas e internacionalizadas. Estas industrias siguen mejorando sus resultados económicos y financieros, mientras que otras están destinadas a la extinción.

La realidad es que la utilización de nuevas tecnologías como la digitalización, la inteligencia artificial o la robótica está marcando la diferencia entre ambos sectores. Y es la educación el factor fundamental que está diferenciando aquellos que consiguen «buenos trabajos» y aquellos que simplemente van a sobrevivir en la denominada economía de los «autónomos» (Gig economy) que compite en precio y ofrece una menor seguridad laboral y poca calidad en el empleo. En este nuevo modelo productivo se está viendo, por ejemplo, como industrias que en su momento salieron de Estados Unidos en busca de salarios baratos, vuelven en busca de capital humano productivo.

Este es el futuro para el que las universidades tenemos que preparar a nuestros jóvenes. Y tenemos que ser muy autocríticos si no lo estamos consiguiendo. En ocasiones nos fijamos mucho, desde nuestra torre de marfil, en los aspectos que nos preocupan a nosotros mismos y no en la contribución real que hacemos a la sociedad.

Hace falta establecer los incentivos económicos, de estabilidad laboral y de reconocimiento de la sociedad que permitan esa transformación. Hay que recompensar el esfuerzo de los universitarios en términos del impacto de su contribución tangible a la sociedad. No es fácil y hay que creer en ese papel transformador de la educación superior y no verla como un instrumento político más. Es el reto de las universidades: Generar conocimiento suficiente para generar más bienestar en nuestra sociedad. Necesitamos crear y actualizar capital humano competitivo en productividad y competencias reclamadas por la industria y valor social y económico. Necesitamos actualizar nuestro funcionamiento, enseñanzas y nuestra disposición para adaptarnos a la nueva realidad. Soy optimista, la universidad va a liderar esa transformación. En caso contrario estamos abocados a una imparable, decadencia.