Moción de censura

La (otra) encrucijada

Más allá de la pugna electoral, la moción ha destapado el verdadero conflicto de la política actual: democracia o populismo

Abascal Casado
Abascal CasadoIlustración PlatónLa Razón

Aunque la RAE define a los filibusteros como los piratas que en el siglo XVII recorrían el mar de las Antillas sembrando el terror, la ciencia política extiende el término al obstruccionismo parlamentario. Un total de 24 horas y 18 minutos estuvo hablando el senador estadounidense Strom Thurmond en 1957 con el fin de impedir que unas iniciativas legislativas sobre derechos civiles fueran aprobadas. Años más tarde, en 2010, Bernie Sanders, repitió gesta en el Senado de Estados Unidos (donde no hay límite de tiempo para las intervenciones), y realizó un discurso de más de ocho horas contra una propuesta de George W. Bush para ampliar una rebaja de impuestos. Además de utilizar la artimaña legal de agotar los plazos, sumó otra de las ventajas reconocidas al filibusterismo: lograr una popularidad que de otro modo no se alcanzaría. En el caso de Sanders, en concreto, le impulsó a disputar años después las primarias demócratas a Hillary Clinton. Aunque España no es Estados Unidos, y las argucias políticas de aquí no son las mismas que en los sistemas anglosajones, algunas se le parecen sospechosamente.

La tiranía del sondeo

No es necesario ahondar (más) en el carácter extemporáneo de la moción de censura de Vox, que nos ha tenido entretenidos gran parte de la semana. Perfectamente válida y legal, pero alejada de los fines que decía buscar. Si la censura solo pretendía beneficiar a quien la presentaba (Vox), apuntalar a quien la recibía (PSOE y Podemos), dañar por el camino a otros partidos (PP) y, además, carecía de carácter constructivo, dejaba de ser la moción del artículo 113 de la Constitución para ser, más bien, un divertimento propio de piratas del siglo XVII. Sin embargo, a veces, los juegos políticos pueden acabar convertidos en útiles instrumentos para dinamizar la vida pública e, incluso, para catalizar situaciones enquistadas. La eclosión de partidos políticos en España en los seis últimos años ha provocado una lucha cainita desconocida en el bipartidismo. Tanto PSOE como PP se han visto empujados a modificar, matizar o extremar sus posiciones al ritmo que marcaban los sondeos y las encuestas para evitar ser devorados por Podemos y Vox, respectivamente. Mientras los de Pedro Sánchez viven ahora una especie de impasse o tregua “monclovita” con los de Pablo Iglesias, la tensión entre las formaciones de Pablo Casado y de Santiago Abascal se encuentra en su momento más crítico y viene marcada, además, por un pecado original que distorsiona la percepción que se pueda tener de ellos: el hecho de que uno proceda de las filas del otro difumina, o puede difuminar, las muchas líneas que los separan.

Las jornadas de moción han evidenciado precisamente esto, la distancia entre ambos partidos, y han constatado una doble pugna: la demoscópica y la ideológica. Existe una evidente contienda en las urnas, pero también una discrepancia de raíz por el modelo de sociedad que defiende cada uno de ellos.

En la lucha electoral, encuesta tras encuesta y comicios tras comicios, el crecimiento de Vox ha ido mermando las posibilidades del PP y atándoles, inevitablemente, a los de Abascal. De hecho, ahora los apoyos a los gobiernos populares en Andalucía, Madrid y Murcia son esgrimidos como una especie de rehén político que, sin embargo, lastran más a Vox: carecen de cualquier otro aliado en el arco político español. El PP o la nada. Pero sin más citas electorales a la vista que las catalanas de febrero, la competición queda abierta y, como mandan los ciclos democráticos convencionales, la resolverán los votantes cuando llegue el momento oportuno.

Tiempos de hipérbole

Hasta entonces, la otra pugna, la ideológica, se precipitó esta semana en la Carrera de San Jerónimo. Pocas veces hasta ahora la retórica de Abascal le había situado de una manera tan clara en la órbita de los partidos iliberales europeos. Antieuropeísmo, ataque a las autonomías, apelaciones a la vuelta al Estado-nación e inmigración. Con una diatriba en la que llegó a describir a la Unión Europea como el «proyecto soñado por Hitler» (¿Qué habría pensado Hannah Arendt, que tantos estudios y escritos dedicó a la compleja relación entre la verdad y la política?), y con un guion que podría haber firmado el propio Steve Bannon quedó al descubierto, de manera más clara que nunca, la verdadera tensión latente: democracia o populismo. El gran debate de la política mundial.

Quizá sea el pulso histórico que en España mantienen derecha e izquierda a través de los años (heredero directo del turnismo del siglo XIX) o quizá una visión casi bipolar de la realidad, la cuestión es que la profundidad del debate había permanecido más o menos eclipsada. El populismo, ese que Mario Vargas Llosa considera «una degeneración de la democracia, que puede acabar con ella desde dentro», y que amplifica políticas que enmiendan las democracias liberales, pone en jaque el sistema occidental construido en los últimos setenta años y encuentra, además, su impulso perfecto en las múltiples crisis (económica, sanitaria, social) que nos sacuden.

Muchos creyeron atisbar en la intervención del líder del PP en el Congreso (con un relato impecable de las diferencias ideológicas con Vox y del que aún resuena su «¡Hasta aquí hemos llegado!») el espíritu del discurso que Angela Merkel pronunció hace casi un año en el Parlamento alemán en el que afirmaba que «debemos oponernos al discurso extremista o no seremos libres». El tiempo dirá si Casado se ha ganado, por fin, su libertad.