Terrorismo
29-M: regreso al cuartel del horror
«No podía asimilar que mi hija estuviera muerta. Entré a verla y, cuando quise tocarla, me desmayé». Así recuerda Emilia Lara el atentado en la casa cuartel de Vic, en el que murieron otros cuatro niños. Ahora su otra hija, Cristina, que sobrevivió y que fue protagonista involuntaria de esta terrible imagen, rememora, 25 años después, la tragedia. La misma semana que Otegi se paseaba por el Parlamento catalán
«No podía asimilar que mi hija estuviera muerta. Entré a verla y, cuando quise tocarla, me desmayé». Así recuerda Emilia Lara el atentado en la casa cuartel de Vic, en el que murieron otros cuatro niños. Ahora su otra hija, Cristina, que sobrevivió y que fue protagonista involuntaria de esta terrible imagen, rememora, 25 años después, la tragedia. La misma semana que Otegi se paseaba por el Parlamento catalán
El próximo 29 de mayo se cumplirán 25 años de la matanza de inocentes perpetrada por la banda terrorista ETA en la casa cuartel de la Guardia Civil en Vic. Un hecho más en su larga historia de terror. Pero éste quedó marcado con una crueldad mayor: cinco niños que corrían detrás de una pelota en el patio de la casa cuartel fueron asesinados por ser hijos de guardias civiles y tener en el cuartel su hogar. La terrible explosión terminó además con la vida de otras cuatro personas. Una quinta falleció al ser atropellada por un vehículo de rescate y 44 resultaron heridas por la explosión.
Este aniversario llega señalado una vez más por la humillación consentida del enaltecimiento de los verdugos frente a las víctimas. Mientras que el pasado miércoles el Parlamento catalán rendía pleitesía al secretario general de Sortu, Arnaldo Otegi, de turné por las instituciones tras su salida de prisión, las 18 bombonas con 12 kilos de amonal y amosal volvían a retumbar en el recuerdo de aquellos que lograron sobrevivir entre los escombros en Vic.
Los etarras Juan Carlos Montiagudo y Juan Félix Erezuma habían observado cómo los niños jugaban cuando empujaron el coche bomba por la rampa de acceso al patio trasero del cuartel. El vehículo chocó contra el pabellón de viviendas familiares y el cuartel saltó por los aires. Francisco Cipriano Díaz, de 17 años, María Pilar Quesada, de ocho, Ana Cristina Porras, de diez, Rosa María Muñoz, de 14, y Vanessa Ruiz Lara, de once, quedaron sepultadas entre los cascotes y las ruinas de los muros del cuartel.
Cristina Ruiz Lara tenía entonces ocho años y estaba jugando en el patio, con sus cuatro hermanos. Solían ir a la casa cuartel o a un parque cercano en días alternos. Ese día tocaba jugar en el patio de sus amigas, hijas de guardias civiles. Buscando un baño, se alejó un instante, cuando le sorprendió el estallido. «Yo estaba en la otra punta en ese momento». Después, se hizo el silencio. «Recuerdo el sonido de las ambulancias, los escombros, los gritos, todo...». La niña de ocho años sufrió el fuerte golpe en la cabeza de una piedra o ladrillo que la dejó aturdida. «Me sacó un guardia del cuartel. Tenía la mirada perdida, no sabía a dónde mirar, ni buscar». Esperó un rato hasta que salieran sus hermanos, pero sólo encontró a los dos pequeños. Vanessa, su hermana mayor, no aparecía.
Todavía recordamos la imagen de la niña Isabel Porras en brazos del guardia civil José Gálvez Barragán, que ocupó las primeras páginas de los periódicos del día siguiente. Detrás de esa imagen aparece Cristina con su hermano Óscar y la mirada perdida. «Isabel, al ver que no estaba su hermana, volvió a entrar al cuartel; le dije que no lo hiciera, que se esperara conmigo fuera, pero no me hizo caso y al entrar le cayó el muro en la pierna» –tuvieron que amputársela–, recuerda la entonces niña de ocho años que sobrevivió.
Emilia Lara, la madre de Cristina Ruiz, tiene aún en su recuerdo la angustia de esas cuatro interminables horas buscando a su hija Vanessa por los hospitales. Aún se emociona al recordar, con la voz entrecortada, cómo su instinto de madre le llevaba a negar la realidad. «No podía asimilar que mi hija estuviera muerta. Cuando mi marido la reconoció le dije que no era posible, que tal vez el reloj se lo podía haber cambiado con una amiga. Entré a verla y cuando quise tocarla no me dejaron y me desmayé».
A partir de ese momento, la vida de Cristina y su familia quedó marcada por la tragedia. Ella y su hermano tuvieron que ir al psicólogo varios años después. «Me ha ayudado a enfocar las cosas de otra manera para que no me afecte tanto lo que viví. Ahora trato de recordar más los instantes anteriores al atentado y no quedarme parada en la explosión y en lo que ocurrió después». Cree que a su hermano de cinco años le afectó más: «Solía recordar el fuego y la gente corriendo, tenía pesadillas. Era un niño muy bueno y se hizo rebelde».
A su madre, Emilia Lara, se le acabó el contrato de trabajo que tenía en un matadero y no volvieron a renovarle porque, después de lo ocurrido, pasó por momentos difíciles. «Tuvimos que buscar otra alternativa», recuerda la madre de Cristina, ahora delicada de salud tras sufrir un trombo. Con la maleta a cuestas, el matrimonio Ruiz Lara se marchó a Lorca, donde el terremoto que sacudió el municipio murciano también les sorprendió y les dejó sin casa. «Ahora vivimos de alquiler; la casa que tenía quedó destrozada. Pedí que me paralizaran la hipoteca, pues me quedé sin trabajo y no pude seguir pagando el piso derruido». Una pérdida más, la de su hogar. Considera que sus problemas de salud son consecuencia de tantos disgustos y secuelas de aquel atentado.
En medio de tanta destrucción se van encendiendo pequeñas luces. Cristina ahora es madre de un niño de diez años, Rafael, y está esperando un bebé para octubre. «Me han dicho que será niña y si es así, se llamará Vanessa, como mi hermana. Lo que más deseo es que se parezca a ella». La joven, de 33 años, está ahora en paro. Trabajó cuidando a una señora mayor que falleció, le hubiera gustado continuar sus estudios de peluquería, pero al cambiar de localidad le hicieron empezar de nuevo y se desanimó. «Ahora estoy viviendo como puedo, entre Lorca y Aguaderas. Voy a ver a mis padres los fines de semana. He buscado trabajo y dejado currículos; busco trabajo ya en lo que sea, pero la cosa no está fácil». Además, con su embarazo de riesgo tiene que guardar reposo así que hasta que nazca el bebé «ya será imposible». Echa de menos a Vanessa, la hermana que el terrorismo le arrebató. «Todos los días del mundo pienso en ella, hasta a veces sueño y todo», y extraña el apoyo y los consejos que ahora le podría brindar. «Era mi hermana mayor, era muy buena, me consentía todo». Cuenta que su hermana y ella solían bailar al ritmo de la lambada, un cassette que repetía sin parar. «Yo intentaba imitarle». Además, tenía una merienda favorita: pan con aceite y colacao. «Era el bocadillo que ella se hacía. Lo probé un día y siempre le pedía que me lo preparara. Ahora, de vez en cuando, también lo como». «Era mi referente, mi ejemplo a seguir, mi guía».
El cuartel es ahora un solar
Sigue repasando los vídeos familiares y el del atentado, ésa es su manera de vacunarse frente al dolor. Le gustaría reencontrarse con su amiga Isabel Porras, a quien le perdió la pista. Ha vuelto a Vic, y ha pasado por el mismo lugar donde estaba la casa cuartel. «Cuando hace mucho que no vas y vuelves, impacta. El cuartel ahora es un solar donde aparcan los coches. No volveré a entrar por dentro. Me da mucho...».
El día del terremoto de Lorca, lo primero que preguntó fue: «¿Es un terremoto, no?» Volver a escuchar las sirenas le hizo revivir el atentado de Vic. «Hace poco hubo otra pequeña réplica y me temblaban las piernas. No te acostumbras nunca».
A la generación de niños que sufrió el zarpazo terrorista no le gusta ver las noticia ni hablar de ello, prefieren mirar hacia adelante. Sin embargo, Cristina indica que el día que salió de prisión el etarra que ideó la matanza contra la casa cuartel, Zubieta Zubeldía, «me dio mucha rabia». Había sido condenado a 1.311 años y llegó a decir en el juicio, en 1993, que no era «problema» de ETA que los guardias civiles utilizasen a los niños «como escudos humanos».
Cristina Ruiz dice que ella ni olvida ni perdona. «A mí el perdón no me va a devolver a mi hermana y el daño ya está hecho» y si se lo encontrara por la calle «intentaría evitarlo», porque «dirigirme a él no me hará recuperar a mi hermana». Después de todo lo vivido, afirma que para ella el mejor tiempo fue cuando estaba en el colegio: «Volvería atrás, cuando éramos niños». Destaca que «la procesión va por dentro» y que ahora su lucha es por su pequeño Rafael y la que está por venir. «Cuando tienes un hijo vas hasta el final con él. Ya no puedes rendirte». No le ha contado aún lo que ocurrió en 1991, pero desde siempre sabe que tiene una tía en el cielo, como los otros niños a los que un día ETA, sin contemplaciones, les cortó las alas y sus sueños.
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