Política

Contra la corrupción, en defensa de la política

Antipolítica en tiempos de crisis

La Razón
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A comienzos de los años sesenta del siglo pasado Bernard Crick, profesor de la Universidad de Londres, escribió un librito que se llamaba «En defensa de la política». Desde entonces, tras innumerables ediciones y traducciones a todas las grandes lenguas, el texto se ha convertido en un clásico en el que estudiantes de todo el mundo aprenden una cosa tan simple como conocer la política por lo que es: la actividad dirigida a la conciliación de los intereses diversos que conviven en un estado. La política es algo tan sencillo pero tan imprescindible como la búsqueda del concierto en medio de una discordia que se acepta como permanente, pues es propia de la condición humana. Los hombres, esta es la realidad de su condición que ha de aceptarse, tienen valores, principios y creencias diversos, que dan lugar a fines distintos y a proyectos de vida difíciles de compatibilizar. La política serviría al arreglo pacífico, orientado hacia la concordia, de las desavenencias propias de toda sociedad. Los instrumentos a través de los cuales realiza sus fines la política son las instituciones de la democracia representativa, incluidos los partidos políticos.

Las razones que llevaron a Crick a escribir su libro son tan antiguas como la necesidad de la política. En uno de los prefacios nos dice que fueron, como para Hobbes cuando escribió su «Leviatán» en 1651, «los desórdenes del presente». Hobbes se refería a la guerra civil que había asolado Inglaterra, pero Crick entiende por desórdenes no únicamente las situaciones en las que la política ha sido abolida y sustituida por la violencia y la guerra. Los desórdenes del presente son también la manifestación pública, amplia, con audiencia y relevancia social, de que la política debe ser abolida porque, como los políticos, es una actividad mala, corrupta, indigna y que lejos de facilitar la vida de las sociedades, las destruye. De modo que el motivo que impulsó a Crick a escribir su libro fue la antipolítica. En cada una de las ediciones, la antipolítica fue adoptando un perfil nuevo frente a los cuales Crick ha ido repitiendo sin cesar las verdades elementales del valor de la política hasta su fallecimiento en 2008.

Entonces, como hoy, cada vez que las democracias atraviesan un momento de dificultad, el virus de la anti-política, que permanece latente e inofensivo en los tiempos de bonanza, resucita y busca colocarse en el centro del debate público. La política y los políticos se convierten entonces en los chivos expiatorios que dan curso a la frustración y a la angustia de las sociedades que atraviesan por momentos difíciles. Ciertamente, muchos políticos merecen ser reprobados por su corrupción o por su incompetencia y, además, la política puede resultar fastidiosa, mezquina, pesada y de muy corto vuelo pero no, la anti-política no es exigir responsabilidades a los políticos, ni criticar la falta de preparación y la mezquindad del debate político, la antipolítica es negar el valor de los políticos y de la política de forma absoluta y buscar su sustitución por un tipo de organización social no política. La democracia se alimenta de crítica, pero esa crítica ha de hacer justicia a los políticos y a las instituciones poniendo en un platillo de la balanza los inconvenientes de la política y en el otro sus ventajas. Para aquel que ha vivido en una sociedad sin política, la elección no ofrece dudas.

Esta forma de organización social no política que promete la antipolítica se llama dictadura, aunque se esconda bajo el disfraz de una democracia más verdadera, porque cuando el orden de la sociedad no es resultado de la negociación entonces es resultado de su imposición coactiva. Frecuentemente quienes hablan la lengua de la antipolítica se expresan en la prosa del populismo: la política es mala porque es el negocio de los políticos, de modo que no se trata de hacer política sino de organizar la sociedad para que sirva verdaderamente al pueblo. Franco, es sabido, no se metía en política; Crick nos recuerda que Salazar decía, son sus palabras, que «detestaba la política desde lo más hondo del corazón; todas esas promesas ruidosas e incoherentes, las demandas imposibles, el batiburrillo de ideas infundadas y planes poco prácticos, el oportunismo al que no le importan la verdad ni la justicia, la vergonzosa búsqueda de la gloria inmerecida, las incontrolables pasiones desatadas, la explotación de los instintos más bajos, la distorsión de los hechos, toda esa febril y estéril agitación»; y que el dictador cubano Fidel Castro «no tenía ambiciones políticas» cuando declaraba en 1961: «no somos políticos. Hemos hecho nuestra revolución para echar a los políticos». Y así se podría dar una lista infinita de todos aquellos que en nombre de la salvación de la sociedad, del pueblo, han abolido la política.

Pero si algo hemos aprendido de la experiencia legada por estos caudillos que han buscado ser la voz del pueblo sin la mediación de la política es que las sociedades sobre las que han aplicado su doctrina han pagado, a costa de librarse de la política, un altísimo precio de ausencia de libertad y, no menos importante, de bienestar social. De modo que ya estamos advertidos de que la anti-política, esto es, la idea de que se puede llevar una vida pacífica en sociedad sin necesidad de política, entraña arbitrariedad, ausencia de libertad y, con frecuencia, miseria.

De modo que ahora que vuelve a resonar la antipolítica vale la pena recordar que la política puede resultar fastidiosa pero su ausencia es sencillamente insoportable.

*Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid