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Opinión

El «Caperucito Rojo»

Sánchez es como la moraleja de un mentiroso compulsivo, desviado de su camino, en manos de extraños compañeros de viaje

Pedro Sánchez en un pleno del Congreso de los Diputados David JarLa Razón

Fue el pasado domingo. En el Patio de Cristales del Ayuntamiento de Madrid se clausura el Rastrillo de Nuevo Futuro, ese gran proyecto solidario forjado por la ya fallecida Infanta Doña Pilar de Borbón, duquesa de Badajoz, hermana del Rey Don Juan Carlos. En un reservado de la Galería conversan veteranos políticos de la Transición, diplomáticos y algunos periodistas. Tema prioritario, el actual escenario del «sanchismo», la erosión de las instituciones y el sectario aniversario de la muerte de Francisco Franco.

Un bochornoso espectáculo que revela la polarización, la trinchera guerracivilista desplegada por el presidente del Gobierno. Un antiguo ministro de Adolfo Suárez recuerda la moción de censura presentada por Felipe González en 1980 y la diferencia de lenguaje. Aquel debate, muy duro entre el entonces ministro de la Presidencia de UCD, Rafael Arias Salgado, y el número dos del PSOE, Alfonso Guerra, fue ácido pero con altura de miras. Ahora, bajo la égida de Pedro Sánchez, en el ecuador de una legislatura agónica, con unos socios separatistas y radicales impensables en aquellos años, el Congreso es el pesebre de unos dirigentes sin clase ni formación, apoltronados en buenos sueldos a costa de todos.

Un embajador define bien al personaje: «Pedro Sánchez es como Caperucita, al grito de viene el lobo». O sea, como en el cuento de Perrault la moraleja de un mentiroso compulsivo, desviado de su camino, en manos de extraños compañeros de viaje. Cincuenta años después el «Caperucito Rojo» resucita el cadáver de Franco y lanza la amenaza de la ultraderecha como el lobo feroz del cuento. No le queda otro discurso pues gobernar, no gobierna. Legislar, no legisla. Presentar, no presenta los Presupuestos y propone una financiación autonómica a la carta de sus socios. No tiene mayoría parlamentaria para nada, excepto para unos actos conmemorativos de libertad sin la presencia de quién fue uno de sus grandes protagonistas: el Rey Don Juan Carlos. Todo reinado tiene sus luces y sombras, pero nadie puede negar el legado del gran Jefe del Estado durante cuatro décadas. Un diplomático que le acompañó en sus viajes oficiales por el mundo, que yo cubrí en primera persona durante quince años cuando muchos que hoy le denigran pagaban por una foto suya, apostilla la conducta de Sánchez en este aniversario: «Ignominia».

La Moncloa se ha convertido en una productora audiovisual y su inquilino en un actor de cine. Ante el descalabro de las encuestas. Pedro Sánchez ejerce este papel y hasta puede presentarse en un concierto de Rosalía. Sus asesores han diseñado una campaña de imagen que se inició en una emisora de radio amiga donde el gran líder confesó sus aficiones musicales. El último vídeo lanzado en las redes presenta a un Pedro bucólico, en un paisaje entre bosques alpinos, que exhibe un país de las maravillas. Un golpetazo de marketing que seguirá en los próximos días para vender a un líder estupendo y empático, dispuesto a participar en un concierto o bailar un «karaoke» si es preciso. El objetivo es movilizar a ese nivel de abstención que reflejan los sondeos, y sobre todo al voto joven que gira hacia la derecha incluso desde las filas socialistas. Engordar al partido de Abascal es la meta de Sánchez, todo vale con tal de fastidiar al PP y dividir su electorado.

Dos años después de aquella investidura en la que echó a Mariano Rajoy por la corrupción, tiene guasa ver a Pedro Sánchez ajeno a los escándalos que cercan a su mujer Begoña, a su hermano David, a su fiscal general del Estado, al «caso Koldo», a José Luis Ábalos, a Santos Cerdán en la cárcel y a unos «fontaneros» de la cloaca pisando los juzgados.

«Caperucito Rojo» advierte de los peligros autoritarios de la ultraderecha, otra vez más de lo mismo, demagogia agotada, aunque dicen en Moncloa que el presidente está de nuevo en forma. Se avecina un partido a cara de perro.