Ecuador de la legislatura

Exremo centro
El día que Elisa denunció a Errejón el universo le habló. No con palabras, sino con una señal tan sutil como imposible de ignorar: las matrículas de las motos sumaban 7. Cuando unos años antes Errejón recibió los primeros mensajes de Elisa el universo le habló con una señal tan poco sutil como imposible de ignorar: Aquellos enormes pechotes en bikini en la cuenta de instagram. Ahora, si yo pudiera aparecerme como Mufasa en sus cielos, con voz grave les susurraría a ambos: «Cometer errores no es un crimen».
No hay que ser católico para entender que vivimos un momento estúpidamente puritano. Que un CEO tenga que emitir un comunicado porque fue infiel con la de recursos humanos en un concierto de Coldplay nos habla del delirio colectivo que nos vuelve inhumanos.
Escucha, oh musa, el gran trabajo del feminismo político que convirtió en caso judicial lo que habría sido una simple cagada emocional. Porque de eso va su historia. No de delitos, sino de equivocaciones. De dos adultos haciendo el tonto, enredados en las zonas grises del deseo, las expectativas, la hipocresía y la sobreexposición.
Errejón, como tantos otros, quiso joder en la primera cita. Elisa, como tantas otras, se metió en una fantasía que quiso traducir en tragedia judicial. Es cierto que si los contrastamos con los modelos irreales que campan en las declaraciones moralistas de la prensa ambos habrían actuado tan mal como es normal. Pero hagamos por reconocerle a ella que la diferencia moral básica en estas cuestiones de bragueta se ha vuelto invisible en la era de la purificación narcisista que eleva a estatus de icono a Juana Rivas o Jenny Hermoso.
Yo, que no querría que mi hija se pareciera a ninguna de estas, empezaría la historia humanizando a la actriz fracasada que encontró en el escándalo la manera de ser escuchada en su malestar emocional. Que nunca quiso justicia, sólo vulgar notoriedad. Que estrategizó una denuncia, sobre no se sabe muy bien qué, como intento desesperado por convertir, en el escaparate de la guillotina popular, su anodino desliz emocional con un político.
La canción de Elisa fue el tóxico resultado de una fantasía. Lo que se escucha en los audios con su amiga es la ausencia de responsabilidad propia de una niña. Un ser frágil ante la vida. Porque estamos hechos de errores, de malas decisiones, de deseos ocultos y conversaciones que nos llevan al dolor. Y si cada una de esas situaciones tiene que pasar por un juzgado es que estamos bien jodidos.
El villano Errejón no fue un agresor. Sólo un tipo del montón, un torpe calentuco más. Como usted o como yo. Como más de la mitad de este país. Y, en las condiciones adecuadas, casi la práctica totalidad.
La extraña heroína de esta historia es la amiga de los audios. La que le dice que sólo va a contar la verdad. La que sabe que Elisa subió a aquella fiesta encantada. Que hubo besos en aquel ascensor, y fiesta, y confidencias, y euforia. Esa amiga representa el papel de la razón en un mundo de seres histéricos. Porque aquella noche no hubo agresión penal. Hubo tonteo, y dos adultos siendo seres humanos. Hubo deseo, y deseo frustrado. Y también hubo decepción. Hubo lo que toda la vida se ha llamado en mi generación: mal sexo. Aunque aquí ni siquiera hubo penetración.
El derecho no puede ocuparse de si alguien folla mal, si su erección decepciona o si entra demasiado rápido al tema. Amar bien, respetar a la persona y cuidar lo sagrado que el cuerpo tiene, no son materias del derecho. Pero el populismo punitivo ha convertido el arrepentimiento femenino en la más estúpida prueba judicial. Y ese error no libera a las mujeres: las infantiliza y las condena. Y si no me creen, pregúntense por qué maldita Arandina contrata putas para su cumpleaños un chico exitoso como Lamine Yamal.
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