Casa Real

El día que Don Juan Carlos no pudo aguantar más

El Rey Emérito reapareció ayer en la ceremonia de despedida a Khol después de la sonada ausencia en el acto de conmemoración del 40 aniversario de las primeras elecciones. Vuelta al tajo, pues, sin ninguna mala palabra ni un mal gesto

La canciller alemana, Angela Merkel y Don Juan Carlos, ayer durante la ceremonia de despedida a Helmut Kohl en el Parlamento Europeo en Estrasburgo.
La canciller alemana, Angela Merkel y Don Juan Carlos, ayer durante la ceremonia de despedida a Helmut Kohl en el Parlamento Europeo en Estrasburgo.larazon

El Rey Emérito reapareció ayer en la ceremonia de despedida a Khol después de la sonada ausencia en el acto de conmemoración del 40 aniversario de las primeras elecciones. Vuelta al tajo, pues, sin ninguna mala palabra ni un mal gesto.

Las discusiones en Zarzuela duran poco. Lo que tarda un calentón en desaparecer. O lo que tarda cualquiera que no sea el Rey en aceptar lo que dice el propio soberano, es decir Felipe VI, que es el que manda.

Juan Carlos I sabía, desde que abdicó, que a partir de aquel momento ya no habría discusión posible: había dejado de ser Rey; mandaba otro. Y eso, que es fácil de decir por un padre orgulloso de su hijo, resulta especialmente difícil para alguien que ha tenido todo el poder en sus manos. Efectivamente, Juan Carlos I fue un Rey absoluto, con una absolutez que solo otorgan unos poderes heredados de un dictador como Franco. Pero aquellos poderes fueron mermando hasta que el propio Jefe del Estado aceptó el nuevo estatus que le daba la Constitución aprobada por los españoles y que, por cierto, él impulsó desde el primer día. Desde aquella renuncia al poder, el resto fue más fácil. Atrás quedó la legalización del Partido Comunista, pero vendrían momentos en los que tuvo que ejercer el cargo, como fue la noche del 23-F.

Pero la dificultad en lo grande, que existe, también se refleja en lo pequeño. Renunciar a parte del poder puede parecer algo enorme, pero a veces duelen más otras cuestiones menores, que de todo ha habido en la vida del actual Rey Emérito. Y empecemos por lo más costoso, que fue la abdicación.

Cuando estos días –con motivo del tercer aniversario de aquellos acontecimientos– hemos repasado la abdicación de Juan Carlos I y la proclamación de Felipe VI, no se ha hecho demasiado hincapié en el coste que debió suponer para don Juan Carlos dejar el trono. Es verdad que las encuestas no engañaban y que hasta sus más cercanos colaboradores le habían recomendado en varias ocasiones dar ese paso. Pero costaba y era lógico que un monarca que había conocido momentos más duros y difíciles no cediera ante el impacto de una cacería, unos rumores, y un mal estado de salud. Por eso intentó dar la vuelta a aquellos datos que el CIS repetía una oleada tras otra. Y, cuando vio que aquello era irreversible zanjó la cuestión. Pero le costó. Sobre todo por no poder cambiar algo que él había provocado y también por tener que reconocer su error. Y así se lo dijo a alguno de sus íntimos.

La decisión se la comunicó en primer lugar a su hijo. No era una cuestión menor. Ya había hablado don Juan Carlos con el entonces Príncipe de Asturias sobre aquel asunto y conocía la opinión favorable de don Felipe. Fue una decisión difícil: lo grande. Y también lo pequeño. Y lo pequeño fue no estar en la proclamación de su hijo en las Cortes. Se podía justificar la ausencia de la infanta Cristina, inmersa entonces en un proceso penal del que fue absuelta con posterioridad, ¡pero don Juan Carlos!

Se recurrió en aquel caso –como hace unos días– a una cuestión de protocolo tan absurda como inexistente. Pero finalmente su aparición en el balcón del Palacio Real vino a quitar gravedad a los rumores que hablaban de un desencuentro protocolario. Por supuesto, en ninguna monarquía de Europa se ha visto la conveniencia de que el Rey que abdica no deba asistir a la proclamación de su hijo.

Pero venía arrastrándose una cuestión de más calado: la que afectaba a la infanta Cristina. Es bueno recordar que toda la estrategia sobre la imputación, declaraciones y juicio del «caso Nòos» fue diseñada por el anterior equipo de Zarzuela. Es verdad que parte importante de aquella actitud hacia la infanta pesó sobre los entonces Príncipes de Asturias, pero el alejamiento del protocolo, de la agenda y de España fue un diseño anterior. Pues bien, los tres años de reinado de Felipe VI han visto la inocencia de la Infanta, la condena –aunque recurrida– de su marido y su reaparición en la agenda privada de la Familia Real. Don Juan Carlos ha sido el gran defensor de esta incorporación mientras el nuevo equipo de Zarzuela –alguno de los cuales no cuenta con la confianza de don Juan Carlos– ha preferido mantener el estatus donde lo dejaron. No ha sido este un tema menor. Y una cuestión por cierto, que tampoco está cerrada.

Más sonoridad tuvieron los frenazos de don Felipe al nuevo diseño de la Fundación Cotec que preside don Felipe y donde don Juan Carlos quería jugar un papel de mayor entidad; y, por supuesto, la traca de esta pasada semana sobre la no presencia del Rey Emérito en los actos del cuarenta aniversario de la constitución de las primeras cortes democráticas. Ahí don Juan Carlos no pudo aguantar más y decidió hablar a través de sus amigos y confidentes.

Vimos ayer asistir a don Juan Carlos y doña Sofía –en el parlamento de Estrasburgo– al homenaje y funeral de Estado por Helmut Kohl. También estuvieron presentes los ex presidentes Felipe González y José María Aznar, y el ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis. Por supuesto ni una mala palabra ni gesto, a pesar de que el acto pudiera haber interrumpido otros planes y fuera anunciado –desde Zarzuela, al menos– con poca antelación. Nadie va a enseñar a don Juan Carlos cuál es su obligación a estas alturas. Por eso sus quejas resultan más sonoras. Esconderlas en el protocolo es una forma de verlo, pero quizá sería bueno revisar esos errores. Por lo menos para que no vuelvan a producirse.