Rebeca Argudo
Un Gobierno dividido, como el feminismo hoy
Bochornoso ha sido ver a Bildu abroncarles por no llegar a un acuerdo
Como antesala de un 8-M fragmentado como el de mañana, teníamos hoy, a modo de entremés, el debate parlamentario sobre la reforma de la ley del «solo sí es sí». Impulsada por el PSOE en solitario, lo que provocó el berrinchito habitual de un pueril Podemos, la propuesta pretende enmendar la calamidad que ha provocado que más de 70 delincuentes sexuales estén en la calle y más de 700 hayan visto reducidas sustancialmente sus condenas. La primera en intervenir era la diputada socialista Andrea Fernández, balbuceante en ocasiones, que insistía en la responsabilidad asumida por su grupo al responder ante las víctimas con esta propuesta de modificación y señalaba el rechazo social y el dolor provocado por una ley que, olvidaba, habían impulsado ellos y no solo Podemos. «Aquí no valen eslóganes», parecía reprochar directamente a Podemos, de cuyas peroratas se declaraba su grupo ya cansado y a los que invitaba a «dejar la hipérbole y hablar de soluciones». En una desértica bancada azul, a la que solo faltaba un poquito de arena, calor y un rodante estepicursor, Ione Belarra e Irene Montero ponían cara de vaca viendo pasar trenes ante expresiones como «hay que ser consecuentes», «responsabilidad», o «reflexionar», que deben sonar en sus cabecitas como si Fernández hablase en bantú oriental con acento congoleño. Cualquiera diría que eran la oposición y no socios de Gobierno y compinches en el desastre.
Tras la intervención de la secretaria de igualdad del PSOE fueron tomando la palabra, uno a uno, los representantes de los diferentes grupos. Casi todos coincidían en exigir que se asuman responsabilidades y en que esta reforma llega tarde. También en las críticas a Unidas Podemos por afirmar que se vuelve a un Código Penal de «La Manada», por culpar a los jueces y por legislar a golpe de consiga y eslogan. La diputada canaria Ana María Oramas pedía perdón a las víctimas y a sus familiares por «una ley que se hizo mal», en una de las intervenciones más emocionantes. Especialmente bochornoso ha sido ver a Bildu abroncando a los socios de Gobierno por no ser capaces de llegar a un acuerdo. Que sea Bildu quien te tenga que decir que dialogar está bien debería ser como para pensárselo un poquito. Ciudadanos se mostraba crítico con una ley que, olvidaba, apoyaron en su momento, y señalaba la necesidad de rectificar cuanto antes. El PNV destacaba el desconcierto y el malestar social, y Junts pedía con una mano mejorar la ley y con la otra votaba no, porque ellos no votan con la derecha. Ahí, a lo importante. ¿Las víctimas? Pues parece que no.
Y llegaba la intervención de la diputada por Baleares de Podemos, Lucía Muñoz, muy en la línea editorial de los morados: ellos lo han hecho todo fenomenal, la culpa es de los jueces que son machistas, del heteropatriarcado, del fascismo y de que la abuela fuma. El lenguaje tabernario e iracundo, tan de cafetería de facultad de políticas (tan o sea tía, superfuerte tía), maridaba perfectamente con el mensaje: todo mal por culpa de los demás. Situaba, además, a sus todavía socios de Gobierno en un bando (imaginado por ellos para fastidiarles) junto a PP y Vox. Teniendo en cuenta que su arenga final llamaba a «salir todas a inundar las plazas para decirle claro a los fascistas que somos muchas más», podría parecer este un pulso ya ineludible por el PSOE. Pero este Gobierno de coalición se basa en la necesidad mutua (por eso siguen ahí: por la misma razón por la que son más duraderos los matrimonios de conveniencia que los matrimonios por amor) así que tampoco me extrañaría que, en lugar de tener consecuencias las descalificaciones vertidas, siga todo como siempre y como hasta ahora: como si nada. Pese a que en este debate se hayan comportado como si estuvieran abiertamente el uno frente al otro y no al lado.
«Pidan perdón y dimitan», exigía Vox, pese a lo cual no ha resultado tan hostil con los socialistas como lo ha sido su propio socio de Gobierno. Y Cuca Gamarra destacaba lo inédito de lo que estaba ocurriendo en el hemiciclo: que por primera vez un Gobierno, censurándose a sí mismo, se ve obligado a derogar una ley impulsada por él. «Es una enmienda a su forma de gobernar», exponía implacable. Una enmienda «a la frivolidad, a la falta de solvencia, a la soberbia». Acusaba a Sánchez de presentar una reforma necesaria, no por la alarma social debido a los beneficios penitenciarios, ni por remordimiento o sensibilidad hacia las víctimas, ni responsabilidad, sino por su propia «alarma electoral». «Las encuestas y no los daños son los que motivan esto», y se preguntaba dónde está Pedro Sánchez en lugar de dando la cara.
Acababa el debate como había empezado y como era de prever: con Podemos en sus trece y el PSOE distanciándose de ellos en un intento de «pío, pío, que yo no he sido». O sea, con un Gobierno de coalición abiertamente enfrentado y dividido. Como el feminismo hoy.
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