Política

Casa Real

Juan Carlos I, la decisión más difícil de un Rey

En 2010 ya pasó por la cabeza del Emérito abdicar pero no lo haría hasta cuatro años más tarde. El 2 de junio de 2014 hizo pública su decisión tras casi un año de trabajo intenso y discreto entre la Casa del Rey, Rajoy y Rubalcaba.

El Palacio Real de Madrid fue el marco en el que se firmó la Ley Órganica que formalizó la abdicación de Don Juan Carlos
El Palacio Real de Madrid fue el marco en el que se firmó la Ley Órganica que formalizó la abdicación de Don Juan Carloslarazon

En 2010 ya pasó por la cabeza del Emérito abdicar pero no lo haría hasta cuatro años más tarde. El 2 de junio de 2014 hizo pública su decisión tras casi un año de trabajo intenso y discreto entre la Casa del Rey, Rajoy y Rubalcaba.

Abdicar la Corona ha sido, probablemente, la decisión más difícil del rey Juan Carlos I. Más difícil que acertar con el retrato robot del hombre que debería efectuar la transición política. Más difícil que dar el visto bueno a la legalización del Partido Comunista. Más difícil que afrontar el golpe de Estado de febrero de 1981. Por eso tardó tantos años en madurarla: más o menos, desde 2010. Lo reveló Alfonso Guerra en un artículo en la revista Tiempo: «Al menos en diciembre de 2010 el rey ya pensaba en ello». Y lo confirmó Fernando Almansa: el rey pensó en retirarse «hace años y en más de una ocasión» (...) «Ha comentado que le gustaría, cuando llegase el momento, dejar la Corona al príncipe».

¿Cuáles eran los problemas para abdicar? El primero, un consejo de su padre: «Un rey nunca debe abdicar, no tiene derecho a hacerlo». El segundo, la cultura monárquica que expresó la reina doña Sofía cuando afirmó que los reyes no abdican, mueren. El tercero, sus propios compromisos con la sociedad: en los últimos mensajes de Navidad repetía su propósito de seguir al frente del Estado mientras tuviera fuerzas. Y el cuarto y quizá más importante, el temor a crear una situación de crisis en la cúspide institucional, a pesar de la confianza que siempre tuvo en su hijo y en su preparación.

Por ello, nadie de su entorno esperaba una abdicación, a pesar de que empezaron las presiones, los rumores y las peticiones, como la de José Antonio Ardanza, que le dijo a Alberto Aza algo tan duro como «no puede seguir», o la de Pere Navarro, que, siendo primer secretario del PSC, abrió un debate público sobre la abdicación.

Se puede decir que Juan Carlos I se aproximó a la idea con mucha cautela y dudas profundas. Solo en la primavera de 2013 sorprendió al jefe de la Casa Real, Rafael Spottorno, con un encargo: «Vete estudiando cómo se podría instrumentar una posible abdicación. Sin prisas. Solo se trata de tener estudiado el tema en sus aspectos jurídico y constitucional».

La decisión final la adoptó el propio R ey después de su discurso en la Pascua Militar de 2014. Lo leyó mal, como si se le traspapelaran las páginas. Le asustaron las imágenes en televisión, vistas después. Le alarmaron los comentarios periodísticos y los testimonios que le llegaban de conversaciones privadas. Empezó a llegar a la conclusión de que abdicar no era una posibilidad, sino una necesidad. Tardó todavía unos meses, y fue acumulando razones: sus dificultades de movilidad, su decaída fortaleza física después de tantos pasos por los quirófanos, su edad, 76 años, su imagen en los telediarios con muletas y algo definitivo para él, su popularidad personal y la popularidad de la Monarquía.

Juan Carlos I seguía las encuestas. Veía cómo la aceptación de la Corona ya no era tan entusiasta después de los episodios de Urdangarín, el accidente de Botsuana o la petición de perdón. Y llegó a la conclusión de que su papel como jefe del Estado había llegado a su final. Supo escuchar el latir de la calle. En un momento este cronista escribió: «Si no resultase demasiado hiriente para persona tan entrañable, casi podría decirse que Juan Carlos I fue empujado a la abdicación por la opinión pública». El diario británico «The Independent» no tuvo tantos reparos como yo: «El rey que construyó la democracia se rinde a la voluntad de su pueblo». Y en marzo de 2014 adoptó la decisión definitiva. «Ha llegado el momento», le dijo a Rafael Spottorno.

Solo quedaba la delicada tarea de materializar la abdicación y su comunicación a la opinión pública. El 31 de marzo, el día del funeral de Estado de Adolfo Suárez, se lo anunció al presidente Rajoy. Tres días después, al jefe de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba. Importantísima la función de Rubalcaba, que tenía prevista su dimisión como secretario general del PSOE y decidió aplazarla, porque era la garantía de la aprobación de la ley de abdicación.

Más tarde fueron informados y se pidió criterio técnico a los ex presidentes Felipe González, José María Aznar, que remitió un informe elaborado por Javier Zarzalejos, y Rodríguez Zapatero y al anterior jefe de la Casa, Alberto Aza. Se constituyó una especie de gabinete de crisis del que formaron parte Rafael Spottorno, Alfonso Sanz Portolés, Jaime Alfonsín, Domingo Martínez Palomo, Javier Ayuso, Mariano Rajoy, Pérez Rubalcaba y, naturalmente, el príncipe Felipe.

Todos se conjuraron para mantener un absoluto secreto. Y se consiguió: cuando se anunció la comparecencia del rey para leer su mensaje de despedida, sorprendió a todo el país. Javier Ayuso había trabajado en ese mensaje con las cautelas necesarias para no dejar ninguna huella: escribía en un pen drive que iba del ordenador a su bolsillo. Cuando llegaron a la Zarzuela las primeras informaciones de que había rumores, Rubalcaba propuso adelantar la fecha, prevista para el 9 de junio, al día 2. No se podía correr el riesgo de un «pisotón» informativo.

La parte jurídica, que en mi biografía del Rey he calificado como «trabajo de orfebrería» la efectuó Jaime Pérez Renovales, número dos de Soraya Sáenz de Santamaría, sin más base que el artículo 57,5 de la Constitución: «Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica». A partir de ahí, Pérez Renovales redactó la ley más corta de la democracia, de un solo artículo, que fue aprobada sin problemas gracias, como queda dicho, a la labor de Rubalcaba y a su pacto con Rajoy. Fue firmada por don Juan Carlos en un acto solemne en el Palacio Real, y Pérez Renovales lo recuerda así: «Allí estaban tres generaciones de la monarquía española: la que empezaba a convertirse en pasado, la que comenzaba a reinar y la del futuro con la princesa Leonor. Las tres se habían colocado debajo de la estatua de Carlos I. Era una imagen imponente».

Hasta aquí, la crónica de la abdicación. Felipe de Borbón y Grecia fue proclamado rey como Felipe VI, la familia real se asomó al balcón del Palacio de Oriente después de los actos protocolarios y el paseo por las calles de Madrid, y después del saludo al pueblo, don Juan Carlos le preguntó a su hijo: «Nos vamos, ¿no?» Felipe VI asintió y Juan Carlos I se desvaneció tras aquella puerta del balcón, que era la puerta de la historia. Jordi Canal, en el último libro publicado sobre la Monarquía en el siglo XXI, escribe: «No me cabe ninguna duda de que el aprecio y la valoración positiva del paso de Juan Carlos de Borbón y Borbón por el trono de España van a mejorar con el tiempo».

Hoy, Su Majestad Juan Carlos I efectúa su segunda abdicación. Pasa, como le escribió a su hijo, una página, otra página de su vida, renuncia a sus actividades públicas y se convierte en el jubilado número uno de España. Le espera la privacidad, si la privacidad es posible ante 81 años de historia. Y le espera el mar, que es su gran pasión humana. Lo dijo él mismo en un reportaje del diario «El País»: «El mar es la libertad».