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Jugar con fuego

La Razón
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La crónica rosa parece inundarlo todo. Se funde con la política; incluso hay conatos de Derecho Constitucional rosa. Quizás sea inevitable por aquello de que hay zonas secantes, pero ni la liviandad del régimen jurídico constitucional o la sencillez de nuestro momento político tienen por qué complicarse con las profundidades y complejidades de la crónica rosa. Un ejemplo: ha bastado el anuncio de que en Holanda su Reina vaya a abdicar en su hijo Guillermo, para que aquí, aparte de ser portada en la prensa del corazón, haya quienes se sientan obligados a trasladar esa decisión a España.

Ya se ha dicho hasta la saciedad que en Holanda la abdicación no es algo novedoso. También en España ha habido abdicaciones, pero con otras connotaciones. Por no remontarnos a Carlos I, basta recordar la de Carlos IV en Fernando VII, la de éste o la de Isabel II por causa de La Gloriosa; caso distinto fue Alfonso XIII, que renunció a la Jefatura del Estado pero sin abdicar formalmente, si bien el 15 de enero de 1941 hizo un manifiesto de renuncia. No empleó la palabra abdicación. Don Juan de Borbón tampoco abdicó, sino que renunció a sus derechos dinásticos antes de promulgarse la Constitución, el 14 de mayo de 1977.

Renuncia y abdicación no son en lo jurídico lo mismo. Abdicar es la renuncia pero de quien ostenta la titularidad de la Corona; renuncia quien está en el orden de sucesión. Como puede comprobarse, en España a diferencia de Holanda las abdicaciones o renuncias no salen gratis, suelen ir ligadas a hechos convulsos, trágicos, de ahí que inquiete la frivolidad con la que se habla o se plantea ahora la abdicación del Rey. Una razón más que dé peso para su rechazo.

No menos frívolo es que se apele a la edad o a las actuales limitaciones físicas del Jefe del Estado. La titularidad de la Corona es vitalicia, el Rey no se jubila, luego sobra –en un sinsentido– plantear que con su edad debe abdicar. Que en Holanda la Reina diga que hay que dejar paso a las nuevas generaciones es algo que allí funcionará, pero no deja de ser un contrasentido. Y si las limitaciones físicas fueran graves –las actuales no–, cabe la Regencia. Ya sea abdicación o inhabilitación, son las Cortes quienes deciden, en diferente forma, autorizando la abdicación o reconociendo la incapacidad. Se salvaguarda el principio democrático, plasmación de que la forma política de España es la Monarquía parlamentaria.

Pero más que por razones de salud, la abdicación que ahora se sugiere tiene todo el aroma de una susurrante moción de censura al Rey, algo en sí descabellado. Como la iniciativa de abdicar siempre es suya –otra cosa es lo que resuelvan las Cámaras–, carece de sentido; mucho más impensable sería una situación a la inversa, esto es, presentar la abdicación como una suerte de moción de censura: que el Rey se presentarse ante las Cámaras para plantear su abdicación y que éstas se la rechacen, luego le otorgasen su confianza.

Mociones parlamentarias al margen, sería absurdo negar que el caso Nóos, el desafortunado episodio de la cacería de Botsuana o la difícil situación de la Familia Real, han mermado el tradicional prestigio de la Corona. La situación es grave, cierto, pero hay que presumir en la Corona capacidad de regeneración, haya que cortar por donde sea necesario y con decisión porque lo que nos jugamos todos es mucho. El ciudadano quiere y necesita referentes morales, instituciones en las que confiar, que den ejemplo. Y que el mal se meta en la cabeza es gravísimo, como lo sería que quienes hacen daño a la Corona no estén fuera, sino dentro de la propia institución.

Padecemos una gravísima crisis económica y, por contagio, social; si en tiempos de bonanza la corrupción es más sufrible, cuando muchísima gente lo está pasando muy mal, ni se tolera ni se perdona. Y lo peor: hoy por hoy meter en el discurso político la abdicación sería seguir el discurso que interesa a quienes desean descomponer España, a las claras o apelando a ropajes federalistas. Ahí están las palabras de separatistas como Oriol Pujol, cuando afirmó «estamos en disposición de negociar. El problema fuerte es que enfrente no tenemos al Príncipe Felipe, tenemos a Juan Carlos». Veneno puro: la creación del Estado catalán sería más fácil si el Príncipe asumiese ya la Jefatura del Estado.

Es constitucional que abdique quien es símbolo de la unidad y permanencia de España, luego no es una locura; pero por lo que simboliza sí lo es juguetear con esa hipótesis. Como tema de tertulia rosa, vale; pero es jugar con fuego que en plena crisis económica, a la que se suma la territorial y el cuestionamiento del sistema político, se le añadiese una crisis en la Jefatura del Estado.