Tribuna

La Justicia también es víctima

Jueces y magistrados han sido asesinados solo por el hecho de aplicar la Ley

ATENTADO DE CARMEN TAGLE
ATENTADO DE CARMEN TAGLETiempo

Hace escasos días, con motivo de la apertura del año judicial, la presidenta del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo afirmó durante su intervención que «los jueces de este país hemos seguido trabajando con total entrega en la aplicación de la Ley frente a cualquiera y ante cualquier circunstancia, porque en un Estado Democrático y de Derecho nadie está por encima de la Ley y que sólo aquellos Estados en los que la división de poderes está garantizada son realmente Estados de Derecho».

Y precisamente ahora, más que nunca, es preciso el amparo y reflexión de la sociedad, de las instituciones e incluso de los medios sobre como el estamento judicial, a pesar de la falta de confianza que a veces se tiene sobre la imagen actual de la Justicia, ha sido igualmente víctima de innumerables y continuos ataques provenientes de otras críticas, descalificaciones y acosos «cargados de plomo» por el mero hecho de seguir trabajando con independencia y responsabilidad en la aplicación de la Ley.

Y es que desde el día 8 de julio de 1978 en que un comando de ETA ametrallara al juez de Paz de Lemona (Vizcaya), José Javier Jáuregui Barnaola, la citada banda terrorista ha matado a otros tantos miembros de la carrera judicial y fiscal, de la abogacía o de la procura e intentando acabar con un buen número de ellos y a los que habría de añadirse las víctimas de la otra banda terrorista –GRAPO– que han ido sembrando igualmente con odio y muerte todo el mapa judicial de este país desde hace cerca de cincuenta años.

Así, meses después del asesinato del citado Juez de Paz, la banda terrorista asesinaba el día 16 de noviembre de 1978 al magistrado de Tribunal Supremo José Francisco Mateu Canovés, con tres disparos en la cabeza cuando salía de su domicilio. A los pocos meses, el día 18 de enero de 1979, Vicente Goñi Larumbe, magistrado de Trabajo, consiguió advertir a tiempo que su automóvil aparcado en una céntrica calle de San Sebastián tenía acoplado un artefacto, compuesto por más de dos kilos de goma-2, en el tubo de escape del vehículo preparado para hacer explosión y frustrando con ello dicho atentado.

Posteriormente, el día 8 de mayo de 1986 intentaba asesinar a Antonio Hernández Gil, entonces presidente del Consejo General del Poder Judicial, mediante un ataque con granadas anticarro que llegaban a perforar su vehículo, pero del cual salía afortunadamente ileso.

Tres años más tarde, el día 12 de septiembre de 1989, la banda terrorista mataba de un disparo en la cabeza y en la puerta de su domicilio a la fiscal de la Audiencia Nacional Carmen Tagle González, continuando al año siguiente con el atentado el día 27 de febrero de 1990, mediante un paquete bomba en su domicilio, de Fernando Mateo Laje, entonces presidente de la Audiencia Nacional, que termina amputándole las dos manos y la pérdida de un ojo. El día 15 de enero de 1992 la banda terrorista volvía a asesinar de un tiro en la nuca, cuando iba a impartir clase en la Facultad, a Manuel Broseta Pont, catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Valencia.

Tras un paréntesis de luto judicial, el año 1996 se convierte en uno de los más sanguinarios de la banda terrorista. Así, el día 6 de febrero mata al abogado y dirigente socialista Fernando Múgica Herzog, de un tiro en la cabeza. Y, ocho días más tarde, asesinaba con tres disparos en la cabeza a Francisco Tomás y Valiente, expresidente del Tribunal Constitucional y catedrático de Historia del Derecho. El día 12 de junio, José Antonio Jiménez-Alfaro Giralt, entonces presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, sufre la amputación de tres dedos de su mano derecha tras recibir un paquete bomba en su despacho de la citada sede judicial.

Un año después, el día 10 de febrero de 1997, se producía el asesinato de Rafael Martínez Emperador, magistrado del Tribunal Supremo, con otro disparo en la nuca en la puerta de su domicilio, a cuya memoria y recuerdo el Consejo General del Poder Judicial le homenajearía desde entonces con un premio que lleva su nombre.

A dicho asesinato habría de seguirle el cometido el día 30 de enero de 1998 cuando ETA quitaba la vida al matrimonio Jiménez Becerril, siendo la esposa, Ascensión García Ortiz, procuradora de los tribunales, por sendos disparos en una céntrica calle de Sevilla cuando regresaban a su domicilio.

Tras este último crimen habría un nuevo paréntesis hasta el mes de octubre del año 2000 y que no impediría que, ante el temor de nuevos atentados, en 1999 el 30% de la judicatura, de 190 jueces aproximadamente destinados en las tres provincias vacas, abandonase Euskadi. Así, el día 9 de octubre de ese año se producía el asesinato de Luis Portero, fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Ceuta y Melilla, por sendos disparos en la puerta de su domicilio en la ciudad de la Alhambra. El día 22 de octubre el decano de los abogados guipuzcoanos, José María Muguruza, recibe un paquete bomba que personalmente lleva a la Ertzaintza para su desactivación y del que resulta ileso. Pero desgraciadamente, ocho meses más tarde, el día 30 de dicho mes, la banda terrorista asesinaba al magistrado del Tribunal Supremo Francisco Querol Lombardero por medio de un coche bomba, resultando además fallecidos en mencionado atentado su chófer y escolta.

Finalmente, el día 7 de noviembre de 2001, dos miembros del «comando Vizcaya» de ETA, el mismo que tenía como objetivo prioritario al magistrado Fernando Grande-Marlaska, cuando había sido presidente de la Sección Sexta de la Audiencia de Vizcaya, asesinaba al magistrado José María Lidón Corbi, en presencia de su mujer e hijo, cuando salía de su domicilio en Getxo, siendo el último miembro de la judicatura asesinado y en cuyo recuerdo se siguen celebrando anualmente unas jornadas de Derecho Penal en su homenaje, dando lugar a que desde entonces los jueces y fiscales de Euskadi y Navarra, alrededor de unos 250, comenzaran a llevar escolta.

Y al que debemos añadir las víctimas de la otra banda terrorista –GRAPO– que comenzó con el secuestro aquel día 11 de diciembre de 1976 del presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol y Urquijo, y que le siguió el día 24 de enero de 1977 con el de Emilio Villaescusa Quilis, teniente general y presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, hasta que el día 22 de marzo de 1978 se producía el asesinato del director de Instituciones Penitenciarias, Jesús Haddad Blanco, y el día 9 de enero de 1979 la muerte de Miguel Cruz Cuenca, magistrado del Tribunal Supremo, por sendos disparos en la puerta de su domicilio y tras haber recibido anteriormente varias amenazas de bomba.

Más fortuna, si se puede calificar de alguna manera esta incomprensible historia criminal, tuvo el entonces fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, cuando recibió un paquete bomba que finalmente fue desactivado. Y ello sin olvidar, como ejemplo desgraciado entre otros, los numerosos gestos amenazantes de muerte por Ignacio Javier Bilbao Goikoetxea ante el tribunal que lo enjuiciaba, la Sección Tercera de la Audiencia Nacional, cuando al preguntarle su presidente si oía bien desde el «habitáculo» éste le contestó levantando una mano como si fuera una pistola y simulando descargarla contra los tres magistrados que componían la Sala, Antonio Díaz Delgado, Luis Martínez Salinas y Raimunda de Peñafort.

Estas personas que acabo de citar han dado o expuesto sus vidas sin buscar nunca la muerte, que les ha llegado de manera traidora, sin aviso o por la espalda, arrebatándosela como a sus respectivas familias, especialmente a la de este mundo judicial, en la lucha y defensa por este Estado de Derecho. Por ello se les sigue recordando y echando de menos, por sus conocimientos y sapiencia, que supieron dar a través de la aplicación cotidiana del Derecho, lo que es reflejo de cómo una Justicia, a veces injustamente tratada y no del todo correctamente valorada en su quehacer diario, lleva su toga, después de cerca de cincuenta años, manchada de sangre por el simple hecho de aplicar la Ley y observar nuestro Estado de Derecho.