Opinión
Una ministra de Educación con cuatro roles
El Gobierno lo ha relegado a un plano secundario, como si con la LOMLOE todo fuera viento en popa
España tiene una ministra de Educación a tiempo parcial. Pilar Alegría ejerce como portavoz del Gobierno, ministra de Educación, Formación Profesional y Deportes, secretaria general del PSOE de Aragón, y, a la par, candidata a presidir esta comunidad autónoma. Si revisan sus redes sociales, verán que la educación no es su temática dominante. De todas sus funciones, es la que menos espacio ocupa. Esta legislatura, el Gobierno socialista ha relegado este ministerio y sus actuaciones a un plano totalmente secundario, como si creyera que con la LOMLOE todo va viento en popa, con resultados inmejorables y una comunidad educativa plenamente satisfecha.
No hay mayor ciego que el que no quiere ver, y en este caso, escuchar. Escuchar a los docentes sería esencial, especialmente en la legislatura que el mismo gobierno ha etiquetado como «la del profesorado», donde se les sitúa como protagonistas de las políticas educativas hasta 2027.
Entramos en el tercer curso con la LOMLOE desplegada al completo en todas las etapas educativas, y el desánimo entre los profesores está en máximos. Igual la Sra. Alegría no lo ha detectado desde la sala de la portavocía del Gobierno y en las reuniones con los representantes sindicales, que rara vez cuestionan o explican las consecuencias de la aplicación de la última ley educativa. Pero si realmente estuviera interesada en hablar con quienes pisan las aulas diariamente, están en esta profesión por vocación y se desesperan ante el bajo grado de adquisición de conocimientos de sus alumnos, podría cumplir la promesa de hacerlos protagonistas y recibir información de los verdaderos expertos.
La reducción de la ratio es imprescindible y no se puede seguir aplazando, más aún cuando se trabaja con grupos heterogéneos, donde se intenta igualar siempre a los alumnos por abajo, condenando a quienes pueden y quieren aprender en la escala que les correspondería. Trabajar con competencias de aprendizaje tan dispares en el mismo grupo-clase y sujetos a políticas donde la exigencia tiene mala prensa, provoca efectos como la disminución constante del número de estudiantes excelentes. Son datos que reflejan PISA, TIMMS (matemáticas y ciencias), PIRLS (lectura) y las pruebas de diagnóstico de comunidades como País Vasco o Cataluña, unido al aumento de alumnos con niveles bajos en la mayoría de las competencias analizadas.
El café para todos y pasar de curso con suspensos se enmarca en esta política de «buenismo» que tiñe las decisiones del gobierno en muchos campos. No sabemos si su intención es sumar votos entre un alumnado «no estresado» «ni presionado» por el temor a convertirse en repetidores, pero sí es seguro que provoca el desaliento de unos educadores que cuentan cada vez con menos herramientas para mantener la atención y la implicación en sus clases.
La exigencia no solo ayuda a garantizar un mayor nivel competencial, sino que también es un instrumento de motivación. ¿Cómo van a valorar el esfuerzo quienes pueden recuperar asignaturas con un dossier elaborado en casa o con inteligencia artificial? ¿Qué igualdad de oportunidades perciben sus compañeros que sí se han aplicado para aprobar? Parece difícil inculcar el valor del esfuerzo mientras en la mesa de al lado hay quien pasará de curso sin ponerlo en práctica.
Si conocen a docentes y escuchan sus conversaciones, visualizarán un aula semejante al camarote de los hermanos Marx, con niños y adolescentes con diferentes problemáticas, origen social y necesidades educativas, atentos al móvil, a quienes hay que inspirar e implicar mientras se imparte el temario y se rellenan innumerables formularios. Un reto diario imposible de asumir sin vocación, profesionalidad y humor.
La propuesta de Pedro Sánchez de reducir la jornada lectiva pasó desapercibida entre quienes priorizan que sus horas lectivas sean de calidad. Cada vez son más las voces de expertos, líderes de opinión y, sobre todo, del profesorado, que muestran desacuerdo con la metodología aplicada en las aulas, la concesión de titulaciones sin mérito y que alertan de los grandes retos que implica enseñar en aulas cada vez más diversas, con recursos insuficientes y unas reglas de juego inadecuadas.
Por ello, resulta incomprensible que España no cuente con un ministro o ministra de Educación dedicado(a) por completo a afrontar este cambio de ciclo, un desafío al que no solo se enfrenta nuestro país, pero que en otros países ya ha llevado a cuestionar el uso excesivo de la tecnología, el trabajo colaborativo y a recuperar la importancia de los contenidos y la memorización.
En contraste, España presenta un caso único en nuestro entorno: una ministra de Educación que desempeña simultáneamente cuatro roles distintos. Con competencias transferidas a las comunidades autónomas, carecemos del liderazgo que garantice la coordinación entre ellas y que permita que las propuestas de mejora lleguen desde las escuelas y los territorios al ministerio y puedan ponerse en práctica y optimizar la aplicación de la Ley.