Londres
Monarquía parlamentaria, ésa es la cuestión
Para entender lo que es la institución de una monarquía constitucional anclada en la historia, alguna lección se puede extraer de la película «La Reina», de Stephen Frears. El largo narra, con fidelidad a los hechos según ocurrieron, la bronca que tuvo lugar entre la familia real británica y el pueblo llano de Reino Unido como consecuencia de las encontradas reacciones ante la súbita muerte de Lady Diana Spencer, ex princesa de Gales. A lo largo del país, la opinión pública y la publicada se indignaron con la aparente frialdad de Isabel II y de los suyos, entre ellos, Carlos, el ex de la adorada Lady Di. La «Royal Family» se mantuvo recluida en su finca de Balmoral sin dar muestras de compartir el inmenso dolor que, de una manera sorprendente para un pueblo supuestamente flemático, exteriorizaban británicos de todo pelaje. Las críticas se centraron en el hecho de que la bandera británica izada en lo alto del Palacio de Buckinghan no estaba a media asta. Al escuchar en los telediarios los comentarios sobre este «ultraje» de quienes sollozando se agolpaban ante las rejas de su residencia en Londres, Isabel II se quedó estupefacta, al igual que su anciana madre, la viuda, ya fallecida, de Jorge VI, que era conocida como la reina madre. «Es que la bandera nunca cuelga a media asta en el palacio», vino a decir Isabel II en la sala de estar de su castillo escocés. «No estuvo a media asta cuando murió tu padre ni tampoco lo estará cuando mueras tú», comentó la Reina Madre.
Esta costumbre de los soberanos británicos con la bandera en los reales sitios (cuando reside en alguno de ellos se alza en el mástil el pendón real) es una manera gráfica de expresar «muerto el Rey, viva el Rey». Lo importante es la institución y su continuidad a lo largo de los siglos; lo de menos es quién la representa. Así lo entienden los soberanos del Reino Unido y así, en el fondo, lo entienden los británicos. El desencuentro que provocó la muerte hace más de una década de quien pasó a ser la «Princesa del pueblo» fue pasajero y la popularidad de Isabel II no ha hecho más que aumentar. El jubileo en 2002, que celebraba los 50 años de su reinado, fue apoteósico. No digamos el de 2012. Sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que los británicos son Isabelistas. Admiran mucho a la reina, respetan, generalmente, al príncipe heredero; toleran, mal que bien, a determinados miembros menores de la familia real, pero, sobre todo y por encima de todo, valoran la Monarquía. Los británicos experimentaron con el republicanismo a mediados del siglo XVII con Cromwell y desde entonces han importado distintas dinastías para ocupar el trono. La Corona española, que es la única que admite comparaciones con la británica en cuanto a su trayectoria en el tiempo, no goza de tal suerte. La institución en Reino Unido tiene profundas raíces que permiten soportar toda suerte de tempestades. En España el monarquismo es de bajo calado. Aquí se habla de Juancarlismo y de Juancarlistas. Esto, que es muy explicable y comprensible, y que, sin duda, es importantísimo al tratarse de una Corona que ha sufrido demasiados vaivenes y que fue restaurada, con una larga interrupción por medio, por un dictador después de ser expulsada por una República, no es lo ideal. El primero en reconocer esto mismo es el propio Rey. Si por dicha de España, por su paz y progreso, se consolida la Monarquía constitucional, será porque se valora la Institución al margen de quien la representa. Es del todo fácil ser Juancarlista. Fue el «motor» de la Transición política y, a partir del 23-F, además de una «legitimidad de origen», si bien ésta es cuestionada por quienes no tienen aprecio por una jefatura de Estado hereditaria, ostenta una incuestionable «legitimidad de ejercicio». Pero, pasados los años, normalizada ya España como una sociedad próspera y plural, cabe preguntarse: ¿sigue siendo necesaria la Monarquía? ¿Monarquía para qué? La reflexión que cabe en respuesta, y sin que decaiga un ápice el afecto que tan justificadamente rodea a Don Juan Carlos, es que en adelante la Corona no debería apoyarse en la personalidad de un soberano concreto: a los 37 años del reinado del Rey, la Corona ha de valerse por sí misma. Ha de ser reconocida como la personificación del ser histórico de España, como representante de la unidad de la Nación y garante de la politerritorialidad de la misma, y como consustancial a la continuidad del Estado español en su tradición y en su progreso. Además de ser la monarquía de todos los españoles, meta que se impuso Don Juan Carlos, según el lema de su padre, ha de ser, en vista del curso que llevan las reformas de los estatutos de autonomía, la Monarquía de todas las Españas. Ha de demostrar en palabras del inglés Walter Bagehot, autor en el XIX de un célebre ensayo sobre la Constitución británica, que «el digno uso» de la Institución tiene un «uso incalculable». Si se consolida la Corona constitucional en España será porque los españoles valoran la utilidad intrínseca de la institución al reconocer que la Monarquía parlamentaria es la forma política que salvaguarda su libertad y sus derechos mejor que cualquier otra. Al estar por encima de las disputas partidistas, puede con limpieza arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones de acuerdo con la Constitución. A la vez, la Corona sabe «estar» con cercanía, de manera «inteligible», según Bagehot, con la ciudadanía a las duras y las maduras. Si se consolida la Monarquía constitucional y parlamentaria en España será porque en su fuero interno, los españoles saben perfectamente, como dijo Antonio Fontán, que el Estado español es un Reino o un barullo. Y muerto el Rey dirán viva el Rey.
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