Opinión
Sánchez contra la vida pública
El verdadero peligro no radica en la censura visible de la prensa, sino en el entramado silencioso de controles que ahogan las preguntas incómodas
La libertad de prensa se cimienta en la tensión compartida entre la responsabilidad del periodista y la confianza del lector: ambos confluyen en un espacio libre de coerciones, donde la verdad se construye en el diálogo abierto. Pero cuando el poder se erige como guardián exclusivo de la información, esa alianza se resquebraja, la palabra se vuelve insuficiente y el engranaje que mueve la vida pública se desmonta, arrumbado por discursos oficiales, porcentajes exprimidos a la realidad y relato exhausto.
En los últimos días, se ha visto la vulnerabilidad de ese equilibrio. El Congreso decidió conferir a un consejo mixto de diputados y especialistas la facultad de autorizar el acceso a la sala de prensa, aplicando sus criterios de forma retroactiva y sin ofrecer vías de recurso efectivas. Como si una comisión, por muy parlamentario que sea su origen, tuviera facultad alguna para sancionar la realidad. Lo que parecía un mero ajuste reglamentario se reveló como un mensaje inequívoco: el periodista depende ahora del beneplácito de quienes legislan y no la credibilidad que le brinde la sociedad con su trabajo.
Poco después, el 1 de agosto, el Gobierno instauró un registro de medios que exige revelar con detalle la estructura societaria, las fuentes de financiación y el monto de la publicidad oficial. Bajo el eslogan de la transparencia, que ya parece servir para justificarlo todo, Sánchez y sus socios van a establecer un censo que pesará más sobre los medios pequeños, desprovistos de los grandes artesonados empresariales y jurídicos con los que sí cuentan los grandes grupos. El alud administrativo y la sospecha de que ese censo no será tal, sino una lista de víctimas organizada a disposición del aparataje de acoso y derribo del presidente del Gobierno, queda así pendiendo en el horizonte de una democracia ya de por sí depauperada tras estos años de «sanchismo».
Se completa el retablo con otra decisión gubernamental. El 3 de agosto, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia vio ampliado su mandato para supervisar «contenidos ilícitos», auditar algoritmos y regular la publicidad intrusiva. Un organismo nacido para velar por la competencia económica asume ahora el papel de custodio de la información.
A este entramado se sumó un sistema de denuncias ciudadanas que permite retirar de inmediato contenidos en redes sin filtro judicial ni técnico. La urgencia prima sobre la precisión: retirar primero y verificar después se convierte en práctica habitual, y el periodista siente la presión de esquivar cualquier detalle susceptible de provocar una queja.
Estas medidas, más que protocolos aislados, configuran la arquitectura de una pulsión antidemocrática que late en el Gobierno desde su alumbramiento tras la moción de censura de 2018: cada barrera administrativa introduce la duda, cada normativa traslada el centro de la información del espacio público a los despachos reguladores. La norma, anunciada para proteger la objetividad, se revela como un instrumento de control.
Ante este escenario, cabe cuestionarse: ¿hasta qué punto una ley debe limitar la indagación? ¿Debe el periodista medir sus preguntas según la literalidad de un reglamento? El verdadero peligro no radica en la censura visible, sino en el entramado silencioso de controles que ahogan las preguntas incómodas.
Al mirar al pasado, encontramos resonancias: la Licensing Act británica de 1662 y las licencias previas decretadas en diversas monarquías europeas durante el siglo XVIII restringieron la imprenta, pero incubaron redes clandestinas de correspondencia y salones ilustrados que reconfiguraron el debate público. La restricción no suprimió la crítica; la desplazó, obligando al pensamiento a buscar nuevos cauces.
¿Hasta qué punto una ley debe limitar la indagación?
Ejercido con rigor, el periodismo expone hechos, desentraña complejidades y repara silencios; crea un puente entre el acontecimiento y la comprensión, ofreciendo a la sociedad la oportunidad de reconstruir la realidad desde sus propias inquietudes. Pero cuando el Estado interviene como árbitro del relato, convierte la palabra en trámite y el descubrimiento en riesgo. Hoy, las maniobras del Gobierno y sus socios cumplen un papel similar, pero más insidioso: no empujan la crítica a la clandestinidad, sino que la atenúan en la superficie.
Porque una sociedad libre se construye con información libremente recabada y publicada. Cuando sobre esa tarea penden sanciones arbitrarias, el verdadero coste de legislar la información se revela: una realidad a medias, con los márgenes de la verdad recortados al antojo del Gobierno. Y esa pérdida, aunque silenciosa, pesa tanto como la más evidente de las censuras.
Cuando la ley se impone como filtro previo, el oficio pierde su independencia. No es una restricción puntual, sino un cambio de paradigma: del ejercicio del periodismo como tarea social al periodismo como trámite sometido a una burocracia omnipresente. La consecuencia no es solo la falta de información, sino la erosión de la vida pública y con ello, el contrapoder más poderoso que puede tener hoy el Gobierno.