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Golpe del 23-F

Tiempos gloriosos que no volverán

El 23 de febrero de 1981 el miedo se abrió paso. En la sede de Interior supe que Armada formaba parte de la intentona golpista antes de que saliera el Rey

El teniente coronel Tejero, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados, durante la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo ARCHIVO/MANUEL PEREZ EFE

Se cumplen cincuenta años del fallecimiento de Franco y la inmediata proclamación del Rey Juan Carlos. Cincuenta años que marcan el comienzo de una época irrepetible. Una época en la que los españoles que llevábamos la cruz de vivir en una dictadura nos vimos de pronto ante una aventura que nos enorgulleció para siempre, el paso de una dictadura a una democracia en un corto plazo de tiempo. Fuimos el asombro del mundo, como sabemos los que formamos parte de aquella generación de españoles. Incluso los que no sufrimos persecución política por edad, o porque crecimos en familias no comprometidas con los movimientos clandestinos de izquierda, sentíamos incomodidad cuando, al salir al extranjero, nos veíamos calificados como «especiales» porque vivíamos en un país presidido por un dictador, una España falta de libertades. Regresábamos de esos viajes cargados de libros prohibidos, o con el último ejemplar de periódicos tan «peligrosos» como «Le Monde», que circulaban después clandestinamente leídos y sobados por docenas de manos.

A quienes se manifiestan ahora clamando por Franco y elogiando la estabilidad de su etapa, habría que explicarles que en tiempo de Franco nadie podía manifestarse, por muy inocente que fuera su protesta, sin acabar corriendo ante un policía o, en caso extremo, conducido a una comisaría o a la Dirección General de Seguridad.

La Transición fue asombro no solo de los españoles, sino también del resto del mundo. La confianza en el recién proclamado Rey era muy limitada, había sido elegido por Franco y no había tenido oportunidad de demostrar cuáles eran sus objetivos, aunque llevaba años tanteando a círculos políticos de dentro y fuera de España, incluidos dirigentes de la oposición. Todo ello con discreción máxima y media docena de personas de toda confianza que le servían de mediadores; y contaba con asesores de primera categoría para abordar la labor inconmensurable que se aprestaba a iniciar en cuanto fuera proclamado rey. Entre ellos, es conocido el compromiso indispensable del profesor Torcuato Fernández Miranda, con plena dedicación a preparar la demolición gradual de las leyes franquistas para ir promulgando y aprobando nuevas leyes impecables con la democracia. Leyes que necesariamente tenían que salir de unas nuevas Cortes surgidas de unas elecciones plenamente democráticas.

Seis meses después de la muerte de Franco se dispuso Don Juan Carlos a designar un nuevo jefe de gobierno que abriera el proceso electoral del que saldrían los miembros del Congreso y Senado que iban a sustituir a las Cortes franquistas. Una operación muy complicada porque el Rey quería que fuera Adolfo Suárez el presidente que capitaneara ese proceso. Además de la ayuda de Fernández Miranda, necesitó también la de Miguel Primo de Rivera –amigo del Rey–, miembro del Consejo del Reino como el propio Torcuato, para que en la terna que debía proponer el Consejo al Rey, estuviera incluido Adolfo Suárez. Llegó después la legalización del todos los partidos, con las dificultades para conseguirlo con el PCE, sobre la que existe tanta y tan excelente documentación, aventura que costó mucho y que Don Juan Carlos llevaba años preparando antes a través de la entrevista que mantuvo su también amigo Nicolás Franco Pasqual de Pobil con Santiago Carrillo en París, y Manuel Prado Colón de Carvajal con el presidente rumano Ceaucescu. Era indispensable que Carrillo actuara con la máxima moderación en los meses previos a la legalización del PCE y permitir así que la legalización del partido maldito en tiempos de Franco fuera posible.

Otro de los principios que el Rey quería imponer cuando se celebraran las primeras elecciones fue que esa legislatura fuera constituyente, que tuviera como principal objetivo redactar y aprobar una nueva Constitución, y saliera de una comisión de la que formaran parte los principales partidos parlamentarios, la UCD de Adolfo Suárez, el PSOE de Felipe González, Alianza Popular de Fraga, el PCE de Carrillo y los nacionalistas. La Constitución, sabía Don Juan Carlos, recortaría los poderes que le habían permitido diseñar la Transición, pero había que abrazar los modos que imponía una monarquía parlamentaria. Solo así la nueva España se convertiría en un país plenamente democrático.

Contada en apenas unas líneas la aventura de la Transición, probablemente los años más apasionantes de la historia de España, parecen pequeña cosa: ir dando pasos graduales en diferentes etapas, con prisa pero sin pausas, sin demasiados obstáculos insalvables. Sin embargo, no fue un camino fácil, se sucedieron los momentos en los que parecía que el avance era impensable y solo la idea de que el objetivo era irrenunciable, que no se podía admitir marcha atrás, y que ni el terrorismo de ETA, del FRAP y el Grapo, ni una ultraderecha poco estructurada, pero peligrosa, podían vencer, solo así, con ese empeño, se logró que la España democrática se abriera paso.

Gracias al coraje del Rey Juan Carlos, por supuesto, –es la razón de que tantos españoles sigamos guardándole tanto respeto y afecto por encima de las decepciones– y gracias al puñado de políticos de toda ideología, condición y trayectoria que se dejaron la piel por España. Trabajaron codo a codo dejando de lado sus inclinaciones personales y los objetivos por los que habían luchado toda su vida, algunos con décadas de exilio y prisión, para poner en marcha una España nueva. Demostraron una generosidad y un patriotismo bien entendido que hizo grande sus biografías.

«¡Todos al suelo!»

Aquel sueño, porque era un sueño, se quebró pasadas las seis de la tarde del 23 de febrero de 1981, cuando un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero interrumpió la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo entrando en el hemiciclo del Congreso de los Diputados pistola en mano al grito de «¡Todos al suelo!». Se paró el mundo, el miedo se abrió paso.

Trabajaba como periodista en la agencia Colpisa y no había acudido al Congreso porque en aquella época sin móviles ni ordenadores, en la agencia tenía que haber un redactor o redactora cogiendo las notas de quien estuviera en el Congreso, con muy pocas cabinas telefónicas y en las que había colas cuando se celebraban grandes debates. Habitualmente un teletipista cogía la crónica al dictado, pero cuando el tiempo apremiaba lo hacía un redactor, porque a veces quien estaba en el Congreso solo disponía de tiempo para unas pinceladas que había que completar. Colpisa, antes de la medianoche, dio la exclusiva de que el general Armada estaba implicado en el golpe, lo que provocó que días después, en una cena en Interior con el ministro Rosón, que invitó en el ministerio a las periodistas de «Los Desayunos del Ritz», preguntara cómo nos habíamos enterado.

Lo cuento con más detalle en mi libro de recuerdos, pero grosso modo se debe todo al sentido periodístico de Manu Leguineche, el director de la agencia, que no conocía el significado de la palabra imposible.

Salí de la agencia a las dos horas de la intentona golpista intentando entrar en el Congreso o el Palace, pero fue imposible, y me dirigí, andando, al ministerio de Interior, donde estaban reunidos los secretarios de Estado y subsecretarios que, a propuesta del Rey, ejercían como Gobierno provisional mientras el presidente y los ministros se encontraban retenidos, secuestrados, en el Congreso. No había ningún periodista en Interior. Pregunté por el director de comunicación Moncho del Corral, buen amigo, y salió a buscarme. Me instaló en una salita, sola, a la espera de acontecimientos. Allí supe que al gobierno en funciones le estaban llegando informaciones que apuntaban a que el general Armada formaba parte de quienes habían organizado la intentona golpista, y antes de que saliera el Rey en televisión, me lo confirmaron.

Salí zumbando a la agencia, donde había conmoción porque Susana Olmo, compañera que estaba en las Cortes, había llegado sangrando por la frente porque un cascote, provocado por un tiro en el techo de la tribuna de prensa del Congreso, le había roto las gafas. Estaba muy nerviosa.

Llegué con la noticia de Armada y Manu, impertérrito, dijo que antes de darla había que confirmarla, y cogió la guía de teléfono, se la dio a Susana y le dijo que llamara a Capitanía General a Valencia, se presentara como mujer de Antonio Tejero y preguntara por el general Milans del Bosch. Y que intentara que le dijera algo sobre el papel de Armada. Se puso Milans, le habló de Armada, y nos fuimos inmediatamente al cuarto de teletipos a mandar la noticia. Inaudito que Milans se pusiera al teléfono, inaudito que creyera que era la mujer de Tejero y más inaudito todavía que se refiriera al general Armada. Pero como fue, tal cual, lo cuento.

Peripecias como esta la pueden contar las docenas de periodistas que vivimos la Transición. Una época irrepetible protagonizada por profesionales de todo tipo, con especial relevancia de políticos, jueces, fiscales, y también militares, que antepusieron el interés de España a los intereses personales y profesionales. Una generación que puede celebrar, con orgullo, haber transformado un país utilizando ese principio tan manido de que la unión hace la fuerza. La unión, y el objetivo compartido de construir un país salido de una dictadura para convertirlo en una democracia.