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Opinión

Señales de que tu hijo es normal

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Lo que le pasa a tu hijo es lo normal larazon.es

El otro día mi amiga Paloma me envió una foto — la que acompaña este artículo— de la consulta de su pediatra, en la que se enumeran quince señales que permiten saber a los papás que su niño «es normal». Es obvio que cualquier padre o madre tiene momentos en que se pregunta si eso que hace su vástago entra dentro de esa normalidad tan extraña, tan flexible, tan elástica y llena de matices que define al ser humano. Nos ocurre con los hijos, incluso con los hijos de otro. Pero cuando tratamos con adultos se nos pasa ese afán analizador: de alguna forma, es aceptado que todos tenemos nuestras peculiaridades, pero al mismo tiempo, que todos sabemos reconocer cuándo alguna de ellas exceden de lo razonable. Nos adaptamos a esas pequeñas o grandes particularidades de cada cual con la dosis de paciencia y apertura mental que Dios o el Cosmos nos haya dado. No llamamos al médico porque nuestro vecino gimotea mucho cuando escucha ópera, ni  mal juzgamos que una señora de cincuenta años se ofusque cuando intentan colársele en el súper, ni nos llama la atención que una abuela nunca, nunca, pero nunca nunca, nunca, tenga bastante de abrazos, besos y mimos de sus nietos.

Sin embargo, he aquí un niño rodeado de las señales de «normalidad». De nuevo los hijos, los niños, los presuntos seres en construcción, nos dan una lección como una casa. Porque no son sino los perfectos ejecutores de unas emociones que aún no ha sido manipuladas, rechazadas o incluso exterminadas en aras de una madurez que cada vez tiene menos de envidiable. Algunas de esas señales me golpean en la cara con la contundencia de las cosas que una vez supe, cuando era niña, pero que ahora, cuando ya sobrepaso la mitad de mi vida (y eso si es una vida larga), estoy intentando volver a recordar después de haber sido presionada, enseñada o — literalmente — obligada a olvidar. Las leo y puedo ver los engranajes de la trampa en que vivimos.

«Llora y grita cuando algo le disgusta». Los adultos no, claro está. Los adultos fingimos, tragamos aire, apretamos los dientes, nos fabricamos invisibles pero perceptibles úlceras, nos mordemos los labios… pero no lloramos ni gritamos, y de hacerlo, intentamos que sea en la intimidad, en el reducto privado de nuestras miserias y nuestra vulnerabilidad. Hay que aceptar los reveses del destino, evidentemente, reflexionar qué ha pasado y tratar de pasar página, pero cuando nos ocurre algo que nos perturba o molesta, lo lógico, lo natural y hasta diría «lo sano», es que no sonriamos como si tal cosa o no acusemos en lo más mínimo el impacto. El ser humano SIENTE. Los niños, aún ajenos a los filtros de la corrección, la mesura y el aparentar, no solo sienten, sino que expresan y, además, de modo inmediato.

«Se frustran cuando algo no sale como esperaba». En cambio, nosotros, cuando invertimos tiempo, recursos, ilusiones o dinero en conseguir algo, y ese algo se nos cae, nos lo quitan o se nos vuelve imposible, de nuevo apelamos a nuestro lado Coelho, hacemos tres aspiraciones profundas y a otra cosa, mariposa. Sin rencores, sin rabia, sin una sola queja, que eso es victimismo y es…(¡vaya!)infantil, traducido casi por ridículo. Además nuestra frustración es legítima porque nosotros hablamos de cosas grandes, cosas de adultos —un trabajo, una iniciativa cultural, empresarial o incluso de desarrollo personal— mientras que el niño se pone de los nervios porque se le cae la torre de piezas o no consigue agarrar la cera para colorear. Si nosotros nos controlamos en cosas importantes, ¿cómo va a ser que el niño se enfade por tales nimiedades?

Por cierto que, entonces, el conductor medio atrapado en un atasco a primera hora, se ha vuelto un niño.

«Se opone a saludar o besar a algunas personas», se quejará alguna madre, aprensiva, temiendo que su Paquito o su Susanita esté desarrollando una fobia social o la gente pueda pensar que ella no los tiene bien educados. A esa madre no se le ocurre que el mismo niño al que ella reprocha, no ve a su madre ni a su padre ni a sus tíos ni a sus abuelos —a nadie— irse besando con desconocidos, que es justo lo que son esas personas a las que los niños rechazan besar en la oportunidad o en el número de veces que sus padres quizá le exijan. Y seguro que esos mismos papás que le reprochan el desapego, dirán que quieren hijos autónomos, que sepan lo que quieren, que sepan elegir y decidan por sí mismos, pero, ay la teoría y la práctica, y la coherencia no digamos: qué ladinas son.

«Quiere dormir contigo». Esa es una de mis favoritas inversas, y para tirarla por el suelo baste plagiar a cierto niño que en una ocasión comentó a este respecto «¿por qué yo, que tengo miedo a la oscuridad, tengo que dormir solo, pero vosotros, que no lo tenéis, dormís juntos? »

«Se niega a compartir sus juguetes y cosas con otros niños». Hay que ver. Yo, sin ir más lejos, todas las mañanas monto un mercadillo en mi puerta para ofrecer bondadosamente el total de mis instalaciones y mi menaje a los vecinos en necesidad. Que gasten mis cacerolas, mi escoba y mis toallas, que se sienten en mi sofá a ver Sálvame (si logran sintonizarla) y por supuesto, en caso de eventos especiales, ahí está mi zapatero, mi armario abierto, mi caja de estolas, mi joyero. Todo a servicio del que pase, como hacemos los adultos. Al primero que se le acerque en la parada del bus, o en un banco del parque, o donde se tercie, dele usted lo que más quiera, sus tesoros, sus juguetes, porque eso le exigimos a los niños, predicando con la hipocresía.

Y así una detrás de otra. Nosotros no queremos ser amados por quien amamos, ni paramos de comer cuando estamos saciados, ni tenemos altibajos emocionales…

Me parece de una tristeza brutal y muy reveladora, que haya que hacer un póster para «despreocuparnos» como padres,porque no sabemos ver que los niños hacen, dicen y expresan lo mismo que nosotros, y por las mismas razones, con la única salvedad de que carecen de un 80% de las herramientas con las que contamos nosotros para enfrentar el mundo. Ellos «solo» son emoción, fuerza e inocencia, en cambiantes equilibrios, y nosotros, los mayores, esos a los que en su rotunda ingenuidad consideran dioses, somos lo que queda después de haber aniquilado lo más hermoso que fuimos. Pero lo peor ya no es solo eso, porque convengo en que no podemos ir por la vida dando manotazos a quien nos incordia, o llorando a gritos cuando nos rechazan en una entrevista laboral o en una cita romántica, sino que no contentos con no empatizar con lo que un niño aún desconoce —para su fortuna— que el mundo le pedirá callar, les obligamos a maniatar sus reacciones y comportamientos para tranquilizarnos nosotros, para que encajen en nuestras puñeteras tablas de normalidad.

Cuando son ellos los normales. Y, todos y cada uno, la más hermosa promesa que pueda ofrecerse al mundo.

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