Naturaleza
La playa más al norte de España está en Galicia: dividida en dos por la marea y con pasado fenicio
Se asoma al Atlántico en el municipio coruñés de Mañón, desde la punta más septentrional de la península ibérica
Entre acantilados, faros y muelles, la playa de Bares se abre al mar como una media concha de arena blanca y fina, protegida por las aguas tranquilas de la ría de O Barqueiro. Un arenal que se distingue no sólo por la belleza de sus rasgos o su historia, sino que lo hace también, y sobre todo, por su ubicación. Estamos en la comarca de Ortegal, en el municipio de Mañón (A Coruña), donde la aldea marinera de Puerto de Bares alberga el arenal más al norte de toda España.
A apenas dos kilómetros de distancia se adentra en el océano el cabo Estaca de Bares, considerado el punto más septentrional de la península ibérica y el lugar donde se funden el Atlántico y el Cantábrico.
Aquí, en esta lengua de tierra coronada por un faro de 1850 y un antiguo semáforo naval, el viento no descansa y el mar se agita como si no quisiera rendirse a calma alguna. Es también uno de los grandes santuarios ornitológicos de Europa, por el que pasan cada año millones de aves migratorias en su ruta hacia el sur.
Partida por la marea
La Praia de Bares, que se extiende a lo largo de kilómetro y medio en forma de media luna, queda dividida en dos por un saliente rocoso y un filón de cuarzo cuando sube la marea. La parte más urbana, pegada al puerto, contrasta con la zona más salvaje y abierta, conocida como Igrexa Vella, que alberga un sistema dunar. Desde el paseo marítimo, que la bordea con discreción, se observan aguas limpias, poco profundas y protegidas del oleaje gracias a una escollera que actúa como escudo.
Incluso en los meses de verano, esta playa rara vez se llena. Su aislamiento geográfico, al que se suma la calma del entorno natural y la ausencia de grandes aglomeraciones, la convierten en un destino idóneo para quienes buscan desconectar. Cuenta, eso sí, con servicios básicos: vigilancia, limpieza diaria, pasarelas de acceso y señalización del estado del mar.
Frente a ella, en el horizonte cercano, se alza la silueta de la isla Coelleira, deshabitada y misteriosa, como un centinela más de este confín.
Ecos del pasado
Pero Bares no solo mira al norte, también lo hace hacia el pasado. En la parte urbana de la playa se conserva un puerto de piedra que ha alimentado la imaginación y el interés de historiadores durante décadas.
Tradicionalmente se le atribuía un origen fenicio, datado en el siglo VII a.C., pero excavaciones más recientes apuntan a una construcción romana, debido al hallazgo de objetos y una necrópolis de esa época en sus inmediaciones. El muelle, de unos 300 metros de largo y 8 de alto, está compuesto por bloques de diorita cuarcífera encajados sin orden aparente y sin argamasa.
Este enclave, remoto pero estratégicamente situado en las antiguas rutas del comercio marítimo, habría servido como punto de escala entre el Mediterráneo y las rutas atlánticas del norte. Quizá por eso los fenicios lo usaron, quizá por eso los romanos lo conservaron. Hoy, permanece como testigo mudo del pasado entre gaviotas, brumas y leyendas.
El fin del mundo
La cercanía con el cabo Estaca de Bares añade a este rincón un aura casi mítica. Esta lengua de tierra se adentra en el mar para marcar el punto más septentrional de la península ibérica y la línea invisible que separa el océano Atlántico del mar Cantábrico. Desde sus acantilados, que caen a plomo sobre un mar siempre inquieto, la vista resulta sobrecogedora.
En este cabo se alza un faro histórico, en funcionamiento desde 1850, y el antiguo semáforo de la Marina, hoy reconvertido en alojamiento, desde el que se observa el paso incesante de las aves. Estaca de Bares es uno de los mejores observatorios ornitológicos de Europa. Entre septiembre y diciembre, miles de aves —gaviotas, alcatraces, charranes, cormoranes— cruzan el cielo en rutas migratorias que conectan el Mediterráneo, el Ártico y el Atlántico.
Y no sólo aves: también es frecuente el avistamiento de cetáceos, especialmente en días despejados y desde puntos estratégicos del cabo. Ballenas, delfines y marsopas surcan sus aguas.
Las aspas de los molinos eólicos recortan el cielo como una sucesión de vigías modernos, mientras a sus pies reposan las ruinas de una base de control marítimo de tiempos pasados. A fin de cuentas, todo en Estaca de Bares -la piedra, el viento, el mar y la historia- parece querer decirnos que aquí el mundo no se acaba, pero sí cambia de ritmo, de escala y de sonido.