Entrevista
Carmen Cervera, se sincera: “No soy muy caprichosa. Si algo material no está a mi alcance, dejo enseguida de pensar en ello”
LA RAZÓN entrevista a la baronesa Thyssen en un momento sereno de su vida. A punto de cumplir 80 años, hace balance de lo que ha sido su mediática (y polémica) trayectoria personal y profesional
Cuando el barón Thyssen conoció a Carmen Cervera quedó impactado. Él tenía 60 años y ella, 38. Debió de sufrir eso que llaman síndrome de Stendhal y su belleza desencadenó en él sofocación. Hizo que el corazón se desbocara perdidamente. «Sentí en mi interior que algo muy especial podía suceder en mi vida», contó Heinrich en su biografía. A partir de ese día, solo quiso estar a su lado. Con el tiempo, Carmen confesó que había experimentado exactamente lo mismo por él. Uno intuyó en el otro la felicidad que tanto habían buscado. El resto de la historia lo ha descrito la prensa con todo lujo de detalles.
Han pasado veinte años desde el fallecimiento del que fue su tercer marido y asegura que esa sensación sigue intacta. «Apenas ha variado desde ese primer encuentro en el que ya me transmitió su pasión por la vida, el arte y la belleza», cuenta.Camino de cumplir ochenta años, la baronesa atiende a LA RAZÓN en una entrevista plagada de reflexiones sobre su vida y la sensación de que queda mucho por comenzar. Si el 79 –su edad– en la tabla periódica es el oro, el 80 es el mercurio, un metal noble, brillante y exquisitamente bello, pero que bulle a alta temperatura.
Sus crónicas están escritas en todos los colores. Desde el rosa de su apasionada forma de amar, al sepia solemne del mundo de los negocios, sin descuidar el amarillo sensacionalista y satírico. Pero tiempo tendrá de ir posando los dedos sobre las fotos que componen su álbum fotográfico y revivir con la memoria la época de los saraos y los posados en bikini en la exclusiva Saint-Tropez. Es pura vida y pocas cosas le entusiasman tanto como la cultura: «Me apasiona –dice– en cualquiera de sus manifestaciones. La pintura en particular; el arte, en general; y, por supuesto, la gran obra maestra que es la naturaleza».
Fue algo que llamó la atención del barón después de fijar su mirada en ella. Eran dos seres que entendieron la belleza de una misma manera. «Las percepciones, las impresiones y el modo de sentir el arte es algo personal. Depende de la sensibilidad individual y de la capacidad de captar la calidad que refleja cada obra. En mi caso me ha permitido constatar que el mundo es mejor gracias al arte».
Aparte de esa paz espiritual evidente, es innegable que alguna alegría más ha debido de darle el amor por el coleccionismo que le inspiró su esposo. Algún júbilo profano de esos que llevan firma de Dior, Chanel o Bvulgari. ¿Habrá algo inalcanzable para la baronesa? ¿Algún capricho que ni el dinero podría comprar? «No, que recuerde en este momento –contesta–. En cualquier caso, no soy una persona obsesiva y si por cualquier motivo algo material no está a mi alcance, dejo de pensar en ello», confiesa con una sonrisa. Carmen sabe transmitir distancia y cercanía, haciendo peculiar la conversación.
Mata Mua, su talón de Aquiles
Sabia filosofía para llevar la mente al nirvana o al paraíso, pero era de esperar que nos confiase una frustración, alguna carencia. Claro que, después de sus encarnizadas disputas familiares, regateos con las administraciones y continuos pulsos con el mundo de la cultura, sospechamos que quedan pocas cosas que se le puedan resistir. Sin su personalidad indómita y un tesón imbatible, el Museo Thyssen-Bornemisza no estaría hoy en Madrid. Siempre lo tuvo claro: «Ha sido tan importante y positivo el arte en mi vida, he comprobado en tantas ocasiones los beneficios que provoca a quien se acerca a la belleza de las grandes obras, que sería muy egoísta no ayudar a difundir, a cuantas más personas mejor, lo que nació para comunicar, para trasmitir y para ser compartido».
Lo fácil es imaginar su vida en burbujas de Moët&Chandon y no la mosca cojonera que puede estar zumbando a su alrededor, la enemistad inesperada o ese pero impertinente que a veces se interpone en su terca voluntad. Al mencionarle el «Mata Mua», ese canto a la vida que pintó Paul Gauguin en 1892, atravesamos, sin querer, su talón de Aquiles, tal vez porque le acerca a un pasado ideal. «Es una de las grandes obras de la pintura universal, pero para mí tiene un significado especial al estar vinculado a distintos momentos de mi vida y que, a pesar de muchos traqueteos, no ha querido que nos separemos», aclara.
«Mata Mua» es la joya de la corona de la familia Thyssen. Gauguin lo malvendió y hoy está tasado en 40 millones de euros. Después de una larga y tediosa negociación con el Ministerio de Cultura, llegó desde Andorra el pasado 7 de febrero para ocupar un privilegiado lugar en la planta baja del museo, donde se ubica la colección de la baronesa. Tras el acuerdo, el Estado español le abonará unos 97 millones de euros a lo largo de los próximos 15 años.
Desde la serenidad del tiempo y una vez vencida cualquier rencilla, Carmen Cervera se permite paladear la vida de un modo diferente y acomodada en aquello en lo que encuentra «sosiego, buenas intenciones y lealtad». Igual que ha aprendido el poder sanador de la belleza, afronta con elegante distancia aquello en lo que percibe fealdad destructora. Acumula premios, pero lo admite con cierta modestia. «Créame –aclara– que la recompensa por colaborar a que el arte llegue a todos los rincones de nuestra geografía no se encuentra en la gratitud de las instituciones que, por supuesto agradezco. Está en cada mirada sumergida en un cuadro de mi colección de cualquier visitante anónimo de un Museo Thyssen».
Fue Miss España a los 18 años; viuda, a los 30; portada de «Interviú», a los 34; madre soltera, a los 37 (de su único hijo, Borja); y baronesa Thyssen, a los 42. Hoy es una de las mujeres más ricas e influyentes de España, pero mantiene la impronta que le dejaron sus padres. «Una vida intensa –subraya– no me ha hecho cambiar los principios y valores que recibí de ellos». En julio de 2006 nacieron sus hijas mellizas, Carmen y Sabina. Ellas y sus cinco nietos centran ahora las preocupaciones que más le abruman: «Pido cada día un mundo sin tantos riesgos y sufrimientos como nos rodean en estos momentos, con más justicia, más concordia y más paz».
Activista
Si la ocasión lo pidiese, seguro que por ellos volvería a amarrarse a un árbol, como hizo en 2007 cuando se encadenó para evitar la tala en el Paseo del Prado. Un activismo que nada tiene que ver con el que lleva ahora a pegarse a las obras y salpicarlas con salsa de tomate. Sinceramente –lamenta– no lo puedo entender. El arte ha sido a lo largo de la historia expresión de libertad y la obra expuesta en un museo es patrimonio común. Por muy adecuada que pueda resultar una causa, no puede justificar el vandalismo, la agresión cultural y la falta de respeto al interés general»
El arte impregna su vida y dice que de buena gana reuniría a su alrededor a todos los buenos artistas, pasados y presentes, sin excepción. Entre ellos, Gauguin, tan predilecto que en 2007 apadrinó con su nombre a un burro de la localidad cordobesa de Rute. En estos detalles se entiende por qué el barón descubrió que era «aún más especial de lo que se adivinaba en la prensa». Una prensa que, a pesar de haberle causado algún dolor de cabeza, recibe su indulto y respeto. «Cumple su cometido y, si eres conocida, tienes que procurar entender su trabajo», zanja.
Una azarosa vida amorosa
Su primer marido fue el actor Lex Barker, Tarzán, 24 años mayor que ella. Se casaron en 1965 y ocho años después él murió de un infarto en Nueva York. El siguiente fue Espartaco Santoni, un «playboy» venezolano que resultó ser bígamo y ruinoso. Por él le embargaron los muebles y hasta le cortaron la luz. El 24 de julio de 1980 dio a luz a su único hijo biológico, Borja, pero hasta 2009 no desveló la identidad del padre, Manuel Segura, fallecido en 2020. Al barón Heinrich Thyssen le conoció en 1981 y se casaron en 1985. Fue el gran amor de su vida y falleció en 2002.
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