Crítica de libros
Los hombres que se necesitan
La verdadera historia de la filosofía política se inicia, para la mayor parte de los autores, con Platón y Aristóteles, es decir, a comienzos del siglo IV a.C., cuando Atenas había dejado de ser ese gran centro de poder en que llegó a erigirse durante el siglo anterior, en el denominado siglo de Pericles, tras ser derrotada por Esparta en la guerra (o guerras) del Peloponeso. Para Hegel no es extraño que así sucediera, ya que la filosofía, a la hora de decir «una palabra acerca de la teoría de cómo debe ser el mundo», llega siempre «demasiado tarde». La lechuza de Minerva, paradigma y encarnación de la sabiduría, sólo inicia su vuelo, en el mejor de los casos, cuando está a punto de anochecer, si no es ya cuando ha oscurecido del todo.
Tal es, en efecto, una constante de la Historia. Las reflexiones más profundas en el terreno de la filosofía y de la política (y en el de la sociología y, sobre todo, de la economía), se dan siempre, como suele decirse, a toro pasado, llenándonos de impotencia e inundándonos de melancolía, porque no hay peor nostalgia que la de añorar lo que pudo haber sido y no fue.
Vivimos hoy tiempos de crisis. Por doquier se nos habla de ella. Y sean cuales sean las nuevas formas de vida que se precisen, es seguro que habrán de responder a unas igualmente nuevas ideas, porque son las que exige un mundo nuevo y diferente, que, como dijo Tocqueville, «un mundo nuevo requiere una ciencia política nueva».
Mas la historia es, fundamentalmente, una sucesión de hechos humanos, de actos realizados por hombres de carne y hueso. Toda obra requiere de los hombres adecuados para acometerla y llevarla a efecto. Pero el destino no siempre favorece a las naciones proporcionándoselos. Decía Ortega que la poco edificante historia de la primera mitad de nuestro siglo XIX estuvo caracterizada por la carencia de significados intelectuales pero que, en compensación, contó con grandes hombres de acción. «Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo –dijo– y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno. Riego y Narváez, por ejemplo, son, como pensadores, ¡la verdad!, un par de desventuras; pero son como seres vivos dos altas llamaradas de esfuerzo».
Desde el desastre de 1898 al de 1936 nuestra tierra produjo sin embargo grandes genios e intelectuales, pero escasos y malos hombres de acción. Al contrario que en la época anterior, se podrían quemar todas sus biografías, pero a condición de salvar sus escritos. De 1936 a 1975 no hubo en España ni grandes intelectuales ni grandes hombres de acción, salvo quizá, entre estos últimos, Francisco Franco. Y desde 1975 hasta el presente también hemos carecido tanto de unos como de otros. Es frecuente establecer equiparaciones entre la situación política actual y la vivida por los que ya peinamos canas a mediados de la década de los setenta, pero en aquél momento los problemas eran de otra índole. De lo que se trataba entonces era de sustituir el sistema de gobierno de los últimos cuarenta años por una forma de organización política conforme a patrones muy experimentados en nuestro entorno geopolítico que nos sirvieron de referencia para articular la convivencia de un pueblo perteneciente a una sola nación y solidariamente asentado en un único territorio. No existían ya realmente las dos Españas de que nos habló Machado (la memoria histórica aún no las había resucitado), y mucho menos las diecisiete actuales. Puestos a buscar precedentes, quizá debamos retroceder doscientos años. Entonces lo que se desmembraba era un imperio, en el contexto de una descomposición de las instituciones de lo que se conoce como el Antiguo Régimen. Hoy lo que se diluye es la nación que, como resultado del enorme esfuerzo de todo un pueblo, comenzó entonces a forjarse.
Las soluciones a las crisis, decía Prieto, pueden ser paulatinas y apenas perceptibles, si los materiales con que deba construirse la nueva sociedad se han ido introduciendo a lo largo del tiempo, en un proceso de maduración que les haya permitido ir ganando paulatinamente vigencia social. Pero «otras veces las crisis se manifiestan como una súbita explosión de energía social reprimida: son las revoluciones».
Los dos últimos siglos han sido más propensos a esta segunda forma de solución que todos sus precedentes juntos. Concretamente en el nuestro XIX, pareció instalarse una especie de revolución permanente, con réplicas más o menos virulentas de la misma originaria convulsión institucional, tal vez por la abundancia de hombres de acción de que nos habló Ortega, pero también por la escasez de materias grises de que igualmente se quejó. Es un modelo a tomar en consideración para evitar, al precio que sea, incurrir en sus mismos errores.
Afortunadamente, en los tiempos que corren los hombres de acción escasean. Pero, desgraciadamente, tanto como las buenas cabezas, y de éstas sí que se precisaría para sacarnos del atolladero.
¿Podemos fiarnos de Hegel y confiar en que la lechuza de Minerva esté a punto de emprender el vuelo? Anochecer sí que está anocheciendo. Para algunos es ya incluso noche cerrada. Pero da la impresión de que con estos mimbres…
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