Fotografía
Oráculo de sensatez por Francisco Nieva
Prefería pasar casi desapercibido en las sesiones plenarias de la Docta Casa, pero su opinión, siempre, era respetadísima por todos
Con todas las diferencias estilísticas y de valor, sabemos cuánto la caricatura periodística, el humor gráfico, ha contribuido a subrayar la realidad, a hacernos más conscientes de ella, tanto y más que por medio de algún dictamen filosófico. El dibujo crítico y humorístico ha contado con maestros imponderables y museales. Genios como Grandville, como Daumier, grandes artistas que hicieron reír y pensar al mismo tiempo, confirman la importancia social, crítica, informativa y educativa de su obra ingente.
Conforme iba pasando el tiempo, cada vez consideraba más a mi compañero Mingote, un verdadero icono de la viñeta y el dibujo crítico y satírico españoles. Un reverbero inacabable de inteligencia y de meditación. De todo punto incomparable. Me sentaba a su lado en la Academia, lleno de afecto y admiración. Pero lo más admirable para mí era su modestia. Su extrema popularidad, su misma difusión material por la ciudad –en cualquier parte nos encontramos con dibujos de Mingote–. Tal cantidad de encargos y de homenajes no consiguieron jamás cambiarle de talante. Siempre correcto, modesto y serio. También diría yo que era un genio «sostenible», firme y duradero, con el que se podía tratar siempre con la misma gratificación. Casi un milagro en esta «feria de las vanidades».
Quienes han tratado íntimamente con él, no le podrán olvidar. Nunca. Mingote «por dentro» era… monumental. Y para algunos de nosotros tenía mucho de «gurú». En las sesiones plenarias, pocas veces tomaba la palabra, pero cualquier opinión suya se respetaba como la de un infalible oráculo de sensatez. Una sensatez hogareña, familiar y madrileña. Porque Mingote era tan madrileño como la Puerta de Alcalá.
El madrileñismo de Mingote era goyesco y arnichesco. Dibujaba sainetes o entremeses caprichosos, tan graciosos y picantes como los de Ramón de la Cruz. El monumento madrileño que le puedan levantar en el futuro se tendría que inaugurar con música de Chueca o Quinito Valverde. Se hizo un acreedor a que se le entregasen las llaves de la ciudad, pero ha llegado a tiempo para que lo nombren marqués.
Para felicitar a Mingote por su marquesado, le dije: –«Si antes eras escandalosamente modesto, ahora tienes ocasión de serlo más y te vas a quedar en nada». Pensaba yo que tanta modestia lo podía matar. Parece que el marquesado no ha sido suficiente para que se sienta orgulloso de su obra inmensa: la crónica satírica de casi tres cuartas partes del siglo XX. Si alguna vez se publica su obra completa, encontraremos una enciclopedia de datos sociológicos sobre el batir de la vida –de su pulsación momentánea– de día en día.
Como sucede con los grandes clásicos, el tiempo resucita entre sus manos, volvemos a vivir su vida y su pensamiento con sorpresa y delectación suma. Y aprendemos historia, la sentimos como nuestra, la «reconocemos» en ellos. Ya sean «Los sueños» de Quevedo, ya sean los «Caprichos» de Goya, la impresión de que nos hacen viajar por el túnel del tiempo y nos regalan algo tan fresco, tan complejo y sabroso, es la misma que producirá Mingote como cronista gráfico del siglo XX.
Mingote seguirá viviendo mucho tiempo más, hasta sobrepasar sus años de trabajo material. Lo buscarán y lo encontrarán, siempre con una recíproca sonrisa, tan fresco, tan inteligente y perdonador irónico. Objetivo y conciliador, pero interiormente crudo, tal que un cirujano hace una disección, pero jalonada de comentarios tranquilizantes y despatetizando la situación. Así, Mingote ha dicho tantas verdades estremecedoras sin aterrorizar a la clientela. Así son los grandes humoristas, que diseccionan su tiempo como avezados científicos, sociólogos e historicistas.
La obra entera de Mingote aspira a ese puesto eminente y referencial. Ya forma parte tanto de la «memoria histórica» como de la «memoria ética y estética».
Francisco Nieva
de la Real Academia Española
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