Historia

España

Ideología con piel (III)

La Razón
La RazónLa Razón

La normalización de la vida política española tras la muerte de Franco trajo muchas y muy agradables consecuencias que ni siquiera los detractores de la democracia se atreverían a negar. A cambio, suscitó algunas frustraciones. Por ejemplo, nos llevamos un chasco quienes pensábamos que España viviría una eclosión de la calidad literaria y con el tiempo descubrimos que la abundancia de libros a menudo sólo ha servido para desbancar a la leña en el encendido de las chimeneas. Quienes entonces lucharon contra los abusos del capitalismo son ahora los mismos que dirigen las empresas transnacionales que un día juraron destruir. Hay una cierta apariencia de generalización de las oportunidades docentes, pero aún es obvio que el hijo del cardiólogo heredó la consulta de su padre y el hijo de la portera se hizo cargo de la escoba con la que su madre barría el despacho del doctor. Mi colega en el bautismo anarquista es ahora jefe de personal en una empresa en la que está mal visto que en verano la manga corta no sirva para ponerse gemelos; y la chica masculina y audaz que entonces repartía a zancadas las octavillas libertarias se convirtió con el tiempo en una señora elegante, muy refinada y muy pudorosa, que incluso considera sexo oral la insolente desidia de sorber el vermú por la pajita. El caso es que muchos de aquellos fogosos salvadores se convirtieron justamente en lo que entonces odiaban ser, y cada vez que me fijo en ellos y pienso en lo que hicieron con sus sagrados ideales me juro a mí mismo que, aun en caso de naufragio, jamás me sentaría sin ropa en el regazo de cualquiera de ellos. ¿Y qué hice yo? No mucho, la verdad. Me limité a dejarme ir cuesta abajo por los lupanares, esos sitios en los que uno cree haber adquirido la experiencia que tal vez habría necesitado para no haber caído en eso, o la pedestre sabiduría callejera que me permite tener la certeza de que las cosas que uno no puede conseguir con la cabeza lo mejor es dejar que se pudran entre las piernas. En cuanto a mis debilidades políticas, mi actitud anarquista es la de antes, sólo que ahora sé que la sociedad no la cambian los pasquines o los mítines, sino los terremotos, las epidemias y las guerras. Que me haya casado dos veces puede ser un alarmante síntoma de aburguesamiento, pero, ¡demonios!, a lo mejor resulta que, incluso para un anarquista convencido, el matrimonio es la única manera segura de acostarte con una mujer casada sin importarte que se entere su marido.