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Tortura y recompensa por Marta Robles

La Razón
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Decía Aristóteles que sólo es virtud aquello que te cuesta conseguir. O lo que es lo mismo, que quien es bueno o generoso por naturaleza no es virtuoso, sino que lo es quien, sin gozar de esa cualidad, la trabaja hasta alcanzarla. Sin embargo, yo no me pregunto qué tipo de generosidad es aquella que adorna a las personas que cometen la heroicidad de recibir en sus familias, como uno más, a niños con discapacidades severas. Lo suyo será virtud, o pura característica de la personalidad, pero hacen tanto bien a su alrededor que dilucidarlo es lo de menos. Sobre todo, porque eso de ser «generoso por naturaleza» es tan relativo como la mismísima abnegación femenina que, durante años, nadie parecía refutar. «Dadle a una mujer una razón para sacrificarse y la haréis feliz», decía Wilde. Pues a mí, desde luego, no. Es más, presumo de que me cuestan tanto los sacrificios como a los varones y de que cada vez que salgo de un centro con niños con discapacidades graves, lo hago con el corazón encogido y el vientre reventado. Que haya personas que, no habiéndoles tocado en su destino compartir la vida con un niño que sufre, decidan estar tan a su lado como para llevárselo a casa me parece casi un milagro. Es cierto que cualquier gesto de esos niños es un regalo y que sus atisbos de felicidad, a veces meras muecas indescifrables, provocan una alegría incomparable, pero no sólo requieren de toda la energía de quien decide dedicarles su vida, sino también de su paciencia y de su amor sin condiciones. El mismo amor que, en estas situaciones, supone tortura y recompensa a partes iguales.