Literatura

Barcelona

El Quijote cabalga en Almagro

Sacristán estrena en el Festival una personal revisión del clásico y la canadiense Dulcinée Langfelder reinventa con humor a la dama del Toboso

El Quijote cabalga en Almagro
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En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre se acuerdan miles de visitantes desde hace ya treinta y cinco años, se han dado cita este fin de semana dos maneras antitéticas de leer un clásico, unidas sin embargo por su carácter de creación personal a partir de la novela por todos citada y, como recordaban los protagonistas de ambos montajes, no por todos los que lo dicen leída. Hablamos, claro, del Festival de Almagro, oasis de teatro y cultura en los campos de Calatrava, que levantaba el telón el viernes con «La vida es sueño», dirigida por Helena Pimenta, en el Hospital de San Juan. El mismo día, el certamen ofrecía otro gancho: la Antigua Universidad Renacentista AUREA recibió a José Sacristán, un genuino Alonso Quijano de provecta y puntiaguda barba cana, mirada cansada y voz desgastada por los cruces de caminos de La Mancha y las somantas de palos recibidas en su empeño por desfacer tuertos.

Pero no esperen ver «Don Quijote», ni siquiera una de esas versiones cortadas y aderezadas. Sin enfundarse el peto y la adarga del de la triste figura, Sacristán hace suya la parte principal de un nuevo texto para tres actores que ha escrito José Ramón Fernández, una de las voces de nuestra actual literatura dramática más discretas, y apliquen aquí si quieren el moderno significado del adjetivo o el que le daban en tiempos de Cervantes, esto es, inteligente. El autor de «La tierra», manchego para más señas, factura un texto limpio y hermoso, repleto de sabiduría y respeto por el espíritu cervantino sin ser en medida alguna una versión. Puede decirse que Fernández hace pasar a Don Quijote por el diván enfrentándolo al espejo de Sancho y Sanchica, y en sus diálogos, sin apenas salir de su morada, debaten sobre lo esencial que trasciende de la novela: la locura y la cordura y, sobre todo, la necesidad de obrar el bien y castigar el mal, por más que aquello no se estile o acarree problemas. Y así asistimos al encuentro primero de amo y escudero, a la narración de la quema de sus trescientos volúmenes de novelas de caballería, al resumen de algunas de sus aventuras y, sobre todo, al cotidiano desencuentro del hidalgo con un Sancho pródigo en refranes mal citados y una Sanchica soñadora, en una recomposición que toma de aquí y allá, dejando de lado la épica para centrarse en lo cotidiano.

Admite recortes
Un texto entre lo dramático y lo cómico que toma frases sueltas y apenas reproduce capítulos íntegros –el de los azotes a Sancho, pero sólo en parte, o el de los consejos que le da Don Quijote a su escudero camino de Barcelona, bastante completo–. En este terreno se deshincha un tanto una propuesta hermosa pero lenta y excesivamente parlamentaria, en la que se echa en falta algo más de acción dramática y menos narración camuflada. Y así, las casi dos horas acaban siendo muchas, pues aunque el «Quijote» da para días enteros, en este formato bien habría aceptado un recorte importante.

Estamos, en cualquier caso, ante un trabajo bello y sentido, con un trío protagonista bien entonado, al que se suma el violonchelo en vivo de José Luis López. Tanto Fernando Soto como Almudena Ramos construyen hermosos papeles, medidos y sin asomo de histrionismo, uno simple y mentecato, aunque con trazas por momentos de filósofo popular; la otra –un papel desarrollado aquí a partir de apariciones casi anecdóticas en Cervantes– idealista y pura, llena de energía y encanto. En esto aciertan ambos y la dirección de Bermejo, que los guía con precisión y sin excesos. Acaso la mano del director esté también detrás del enorme trabajo de José Sacristán, un veterano querido y popular. Y sin duda este Quijote estará entre sus papeles para el recuerdo, con un Sacristán pausado, sin afectación, señorial, reflexivo y muy humano, alejado de cualquier tentación de lo «quijotesco». Por él se atiende con gusto en pasajes que, sin este actor, podrían haber sido un páramo, allí donde pesa la morosidad general de un montaje algo lento que crece y divierte cuando rompe la ficción y presenta a los actores hablando entre sí, desde la metateatralidad, de sus personajes, y que cede a pocos juegos escénicos más, salvo un momento con un Rocinante de madera construido con toneles.

Cuestión de un nombre, aunque femenino, es también «El lamento de Dulcinea», el otro espectáculo cervantino del fin de semana. Un sano desvarío iconoclasta a costa de la dama del Toboso protagonizado por una tocaya suya, Dulcinée Langfelder, que se toma a guasa a la «dulce enemiga» del Quijote, tantas veces nombrada y nunca aparecida, y la convierte en eje de un alocado disparate ombliguista en el que reflexiona sobre las culturas, las religiones, el papel de la mujer en la civilización, el sexo y, cómo no, la novela a la que su nombre de pila la ha vinculado toda la vida. Hilarante, deslenguada, imaginativa e infantilmente gamberra, Langfelder lo mismo viaja a Benares –en un paralelismo esperpéntico con Alcalá de Henares– para asistir a un nacimiento en arcilla animada, que dialoga con Amaterasu, Demeter, Eva y otras diosas y madres mitológicas; lo mismo baila desnuda entre proyecciones espirituales y música new age que sube a lomos de un Rocinante fabricado por sus cuatro ayudantes masculinos, músicos, actores y «boys» para todo de esta diva independiente, que se prestan con sorna a una broma sobre bomberos cachas, a manipular una gran marioneta transparente de Don Quijote o a cantar y bailar al son de la jefa. En fin, que si siguiera explicándoles seguiría sin transmitir lo que de especial tiene una «follie» incendiaria e inteligente gracias a la arrolladora personalidad de Langfelder (y, supongo, a la dirección de Alice Ronfard, algo de crédito habrá que darle). No es un espectáculo redondo: tiene sus sombras, sus momentos de tedio y sus excesos. Pero sí una digresión divertidísima.


Lope, con membrillo
Todo vale, casi todo está inventado y casi todo puede reinventarse en el teatro. Y ver un Lope de Vega tan divertido como «La dama boba» (en la imagen), de los veteranos Micomicón Teatro, reconforta. Con ecos de montajes como «La discreta enamorada» de Tambascio, pero con su propio sello, Laila Ripoll y los suyos trasladan el enredo galante de las dos hermanas, una lista y otra bastante menguada, a una compañía de cómicos de posguerra, con las bambalinas al desnudo, permitiendo al público asistir a la obra de Lope y a su trastienda, con meteduras de pata, telones que no suben, traspuntes convertidos en protagonistas de un plumazo porque el galán ha fallado y melopeas del primer actor a la vista. Entre rondas y números folclóricos, va avanzando la comedia áurea, con tono bufo y un sexteto muy divertido en el que destacan el Octavio de Mariano Llorente y el Laurencio de Marcos León. Programas de mano de época y anuncios de dulce de membrillo «Don Quijote» –junto con el nombre de la compañía, ahí tienen la conexión cervantina– redondean una comedia que pone una sonrisa en la boca.


El detalle
CAMINO DE AVIÑÓN... ¿Y MADRID?

Un solo día se vio en Almagro a Dulcinée Langfelder (en la imagen), suficiente para emocionar y lograr carcajadas. Neoyorquina afincada en Québec, la payasa, sin perdón, que lo es y muy buena –aunque se pueden ir olvidando de narices rojas y esas cosas, lo suyo es la expresión con audiovisuales y objetos– tenía una única función en Almagro: la esperaban en Aviñón. Ojalá pase por Madrid. Ojeadores municipales con voz y mando había en la función.