Córdoba

«Antonio se ha ido para liberarme de su carga»

Tras dos décadas en coma por culpa de una negligencia médica en una operación de cirugía estética, Antonio Meño murió el pasado domingo

«Antonio se ha ido para liberarme de su carga»
«Antonio se ha ido para liberarme de su carga»larazon

MADRID-El pasado domingo, a eso de las 20:00, mi teléfono recibió un SMS. Lo enviaba Juana Ortega, la madre de Antonio Meño Ortega. Era muy escueto, tan sólo rezaba: «Antonio Meño ha muerto esta mañana». Mi corazón se entristeció como si se hubiese ido mi propio hermano sin despedirse, por sorpresa. Se hizo realidad lo que tantas veces habíamos hablado Antonio, Juana y yo, sentados en la fría chabola en la que estuvieron acampados en la Plaza de Jacinto Benavente, frente a una de las sedes del Ministerio de Justicia. Fueron 522 noches de miedo, sobresaltos, borrachos, niñatos de botellón, prostitutas, indigentes...
Yo llegué a los dos meses de estar acampados. Lo hacían en señal de protesta para denunciar una negligencia médica. Como bien me explicaba Juana, «mi hijo entró por su pie a hacerse una rinoplastia y salió en "coma vigil"». Ya era finales de septiembre y parecía que lo peor había pasado: días de luz y trasiego interminables, algún chaparrón, olas de calor de más de 40 grados a la sombra. Dentro de la chabola, en una tienda de esas que se montan en «tres segundos», se encontraba Antonio, en coma, con los ojos abiertos y sus manos retorcidas como buscando dónde esconderlas. Su cuerpo desnudo mostraba el torso del que hace 20 años fue un chico robusto, deportista y esbelto. Sus piernas encogidas hacia el pecho le impedían descansar boca arriba. Parpadeaba y giraba la cabeza como si fuese consciente de que sus padres me estaban contando su tragedia. Parecía querer apuntar algo con sus gestos, cosa imposible debido a su estado casi vegetativo.

Al día siguiente fui a Antena 3 y entré en el despacho de mi director, Julián Nieto, pidiéndole si podía montar un reportaje. Me dijo: «Ya lo hemos cubierto en junio o julio». A lo que contesté que esa familia se merecía que la apoyásemos en su lucha hasta el final. Los Meño eran los primeros «ciudadanos indignados» que acampaban en esas condiciones tan duras y aun a riesgo de que los Servicios Sociales y los jueces les quitasen la custodia de su hijo para ingresarlo en un hospital. Juana y Antonio estaban muy seguros de su decisión: «O se revisa el caso de mi hijo o de aquí nos tienen que sacar con los pies por delante».

Así fue como «Espejo Público» empezó a dar cobertura a una de las reivindicaciones más justas de las que se había informado jamás en España. Cada mes pasaba por allí. Recuerdo cuando llegaron las primeras y frías lluvias del invierno. En mi casa no podía dejar de pensar en cómo estarían los Meño. Me acerqué una vez más con mi cámara.

Luis Berteli, su abogado, no paraba de presentar recursos. Se trataba de encontrar a los enfermeros, técnicos sanitarios y ayudantes médicos. A otros pacientes que fueron operados el mismo día, en el mismo hospital y con el mismo anestesista simultáneamente. Al parecer el anestesista atendía varias operaciones al mismo tiempo.

Desde hacía más de 20 años Juana llevaba dedicando su energía y su aliento a cuidar a su hijo. Nunca tuvo una llaga en su cuerpo gracias a los masajes que a diario le daba; nunca llegó a sufrir heridas por culpa de sus orines, ya que Juana inventó un sistema de pañales. Ha sido una lucha muy dura en la que han hipotecado su vida unos padres. Pero hay tres hijos más, y varios nietos, que han sufrido las carencias afectivas y echado en falta los cuidados de sus progenitores por culpa de tan execrable negligencia médica. Aun así, todos han estado siempre a partir un piñón.

Una mañana soleada, por la plaza sobrevoló un ángel. Un hombre de unos 45 años, trajeado y con buen porte se acercó a la mesa donde se llevaban recogidas cientos de miles de firmas y mirando a los ojos de Juana le dijo: «Señora, yo estuve en el quirófano el día que operaron a su hijo. Era cirujano en prácticas y recuerdo perfectamente lo que ocurrió. Su hijo sufrió una insuficiencia que requería la atención del anestesista y éste no estaba. Estaba atendiendo otra operación en el quirófano de al lado. Y estoy dispuesto a declarar». El caso se reabrió y medios de todo el mundo se hicieron eco. Pero nadie sabía lo que era calentar la papilla de Antonio tres veces al día con una resistencia, o lavarle entre quejidos y gritos para que su cuerpo no se ulcerase. No sabían las lágrimas que Juana llevaba derramadas desde que la Justicia les dijo que les quitaban la casa si no pagaban las costas del juicio.

El día que fuimos a la Audiencia Nacional me sentí orgulloso de mi profesión. Había más medios que en las detenciones de Isabel Pantoja y Julián Muñoz. Parecía que todos habíamos recuperado la cordura. Pero hoy, cuando escribo estas líneas, los flashes y los focos apuntan a Córdoba y a El Salobral. Antonio se ha ido en silencio, sin hacer ruido. Pero con la Justicia de su parte. Tan solo hicieron falta 522 días de acampada para que la Justicia dejase de ser ciega. Hoy una verdadera madre coraje llora por no poder cuidar más a su hijo, pero se consuela al verse sabedora de que Antonio por fin vive en libertad. «Tantos años de lucha y ahora que me te me tengo que operar de cataratas ha querido ir para no agobiarme. Él siempre ha sido consciente y ha decidido irse para liberarme de su carga…», sentencia Juana.

Un millón de euros de indemnización
«Siento que he vendido a mi hijo. Me siento humillada, pero no puedo más». Difíciles de olvidar las palabras entre lágrimas de Juana Ortega, la madre de Antonio. Fue el 14 de julio del año pasado. Por aquel entonces, su abogado anunció el acuerdo judicial al que habían llegado la familia y las aseguradoras: una indemnización de 1.075.000 euros. Así finalizaba un proceso que amenazaba con perpetuarse –la primera sentencia databa de 1993 y en casi 20 años se producirían tres más–, algo que superaba a Juana. Por ello, decidió finalmente aceptar la recomendación de su abogado: dar por terminado el asunto.