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Viajes literarios

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Siempre se ha viajado mucho, pese a los nada cómodos modos de viajar, a lomo o a tracción de cuadrúpedos y a pie; e incluso se ha leído bastante en esos viajes, pero escribir era más difícil, incluso en las posadas. Más tarde, en tren, especialmente si se viajaba en tercera clase, con solamente estar atento a lo que se escuchaba se podía recoger material hasta para escribir «El Idiota», que él mismo viajaba en tren, cuando en primera clase todavía se hablaba.

¡Cuántas cosas no se le ocurrirían al señor Miguel de Cervantes, andando por ahí en una mula, sobre todo cuando fue alcabalero en Andalucía! Y sabe Dios de dónde sacaría las visiones de la Cueva de Montesinos, o Santa Teresa de Ávila las de su Castillo de Cristal, donde había tantas moradas, y una en medio «donde pasan las cosas de mucho secreto». Últimamente, la señora Susana Pendzik nos ha mostrado que un tal icono se da en todos los tiempos y culturas, cuando se trata de contar ciertas cosas de los adentros, y creo que tiene toda la razón.

Teresa era un buen jinete, pero parece que no le gustaban mucho las mulas, que era la caballería preferida entre los eclesiásticos y, aunque, en alguna ocasión montó en carroza –en la de los duques de Alba, cuando el superior de su Orden la mandó ir a Alba de Tormes–, siempre prefirió los carros. Y ahora, se ven sólo en los museos etnográficos, o en algún jardín de chalet como adorno, pero los había que estaban suntuosamente pintados; de ordinario con dibujos geométricos de tradición mudéjar, pero también con escenas, o pinturas de garzas o galgos, que son animales muy literarios por cierto, e incluso con paisajes y escenas.

Y antiguamente los había maravillosamente decorados y con toldos muy hermosos.
Pero, naturalmente, los carros en los que montaba Teresa no eran estas maravillas. Los carros entoldados, en que viajaba, iban también cerrados con lonas por delante y por detrás, y nunca mejor dicho que las monjas allí iban enclaustradas, y que los carros eran conventillos ambulantes, con su esquililla o campanita incluso, para señalar los rezos.

Y aquella vez que iban a Córdoba muy de madrugada para entrar en una iglesia, y no ser vistas, no lo consiguieron, porque esta iglesita estaba al otro lado del puente sobre el Guadalquivir, y primero hubo que pedir permiso de paso de carros, que tardó lo suyo, y, luego, resultó que los carros en que iban tenían unos pezones muy salientes, hubo que cortarlos y ésta fue una operación que llevó más de tres horas, y todavía tuvieron que maniobrar lo suyo y muy despacio, de manera que Teresa se sentía apuradísima, porque todo ello ocurría ante la Casa de la Inquisición, en manos de la cual andaba su autobiografía, y ella estaba, lógicamente, preocupada.

Sólo cuando ya se vieron fuera de la ciudad, respiraron, y dice ella que tales emociones del día la libraron de la fiebre que llevaba. Y seguramente también del calor que las había agobiado tanto en una venta antes de llegar a Córdoba, donde les dieron una estancia tan sofocante que prefirieron salir a pleno sol, que hacía más fresco, y eso que había que mirar «que no es el (calor) de Castilla por allá, sino muy más inoportuno», y la puso como amodorrada. Y ¿cómo no soñar entonces no sólo con castillos de cristal o catedrales sumergidas, y moradas de un cristal tan puro como las que construyen el diamante o el hielo?
Porque también había que aguantar el frío y, cuando Teresa fue a Burgos, diluvió lo que quiso, y hasta tuvo que apearse del carro. Pero ¿le gustaba a ella esta agua a torrentes de la lluvia, como la que salía de los manantiales a una fuentecilla o era subida por una noria? No sabemos, pero de que viajes en carro dan para escribir más que los viajes en avión o tren refrigerados parece que no cabe duda alguna.