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El hedor y la esperanza

La Razón
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Creí en el movimiento de los «indignados» porque, como a tanta gente, también a mí me parece que el país necesita una regeneración moral y política que les devuelva a los ciudadanos la ilusión por los valores irrenunciables de la democracia. Esos miles de personas parecían representar un inesperado brote de sentido común, una llamada a la franqueza en la vida pública, una brisa incontaminada que se llevase por delante el hedor insoportable de una podredumbre creciente en la que sólo es previsible que medre a su antojo la desidia, la náusea y la muerte. Muchos de esos hombres y mujeres son jóvenes descreídos de una sociedad que no les ofrece otra cosa que la esperanza de perder lentamente la fe. Se presentaron con sencillez y espontaneidad, sin los vicios que acarrea la edad, libres de codicia, como un puñado de colonos ansiosos por remover el secarral estéril hasta convertirlo en fértil tierra de labor. Creía en ellos y aún creo. Ya sé que al amparo de esa actitud bautismal, escudados en esa aura casi agraria de lo que empieza, se cometieron atropellos y errores intolerables. Preguntémonos a quién beneficia el descrédito de los «indignados» y acaso sepamos entonces quiénes están detrás de los desmanes, quiénes son los que se colaron en la entusiasta tripulación de remeros neófitos para bogar a contrapelo en la trainera y joderles cualquier posibilidad de éxito en el desenlace de la regata. No se puede maldecir un banquete sólo porque alguien haya derramado una copa en el mantel. Más decepcionante que cometer errores al luchar por algo es la cómoda decisión de renunciar a la lucha. Es evidente que alguien trata de desacreditar a los «indignados» arrojando sobre ellos toda clase de dudas y sospechas. Es también inevitable. Cada vez que alguien intenta coger la flor más hermosa del jardín, se corre el riesgo de que pise el césped. Hay que contar con los errores, igual que cuando alguien quiere limpiar una mancha del pantalón y se arriesga a que quede bien visible en la tela el horrible cerquillo de la limpieza. Vivimos en un bendito país en el que la gente es capaz de reír sin motivo e incluso a veces nos sabe dulce la sal. Como somos un pueblo viejo, sabemos de la vida más que la muerte, y conocemos el mar mejor de lo que lo conoce el agua. Nuestro problema es que nos estamos pudriendo mientras los «indignados» cometen el error casi adolescente de no fijarse en que mientras intentan que corra el aire fresco e inodoro sobre las basuras, entre ellos hay gente expresamente dedicada a clonar la mierda.